martes, 26 de abril de 2016

Hacer el amor al mundo. Por Carmelo J. Pérez Hernández

Decir que el signo por el que ha de reconocerse a los cristianos es el amor parece poca cosa. Lo dice hoy el Evangelio, pero suena… no sé. ¿Ñoño? ¿Insustancial? ¿Lacio? A fin de cuentas, ¿qué es el amor? El amor es todo o es nada, según se mire.
Pues eso, ni la cruz, ni la ropa, ni un pendiente, ni una circuncisión, ni un tatuaje… El amor. Y no hay otra.
Claro que, con el paso del tiempo, a poco que uno se pare a experimentar, concluye que no podía ser de otra manera. Amar es lo único consistente de la vida. Desaparecen las personas, pasan las historias, nacen y mueren los proyectos… Y lo único que evita que el continuo suceder de las cosas nos produzca un vértigo aterrador y la angustia de no ser nada es que detrás de cada momento hubo amor. O que no lo hubo.
Cuando uno abandona la mirada atropellada del adolescente y se deshace de la visión interesada y psicótica del que coloca los proyectos por encima de las personas, es entonces, en ese momento en el que con crudeza nos preguntamos sobre qué da sentido a los pesares y los andares, es entonces cuando sólo cabe concluir con paz que el amor es la respuesta.
El problema es el de siempre. Y no podemos entretenernos en él porque es muy aburrido, aunque haya que dedicarle un párrafo. Ya saben: que si hemos pervertido el significado de la palabra amor, que si una cosa es amar y otra es el sexo, que si nuestros amores son superficiales, que si hemos olvidado que amar es también sufrir… Que sí, que sí. Que de tanto lamentarnos, se nos acaba el tiempo para amar.
La señal de los cristianos es el amor. Eso significa que vivir es aprender a amar. Y el resto, literatura de la barata y excusas más baratas aún. Por ello, si ser cristiano es amar, la única posibilidad de éxito la tienen quienes ponen este empeño en el centro de sus días, más alto que dar lecciones o que enseñar a los demás, más principal que actuar para dar ejemplo o que juzgar a los otros. Amar se aprende amando.
Dios es amor. De ahí el encargo. Y eso supone que amar tiene mucho de complicarse la existencia, de salir al camino con la intención de cambiar la propia vida mejorando la de los demás, asumiendo el riesgo de que nunca sepamos adónde nos llevarán nuestros pasos, ni en qué aventuras nos envolverá esta encomienda del Señor.
Lo único que tenemos cierto es que sólo amando se experimenta la sabiduría que proviene de entender el mundo como Dios lo entiende, de actuar como Dios actúa. Sólo haciendo el amor al mundo –amando entera e intensamente a las personas y a la creación- es cómo se descubre, aunque no se sepa explicar del todo, por qué la señal de los cristianos ha de ser el amor. No podía ser de otra manera.

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