Festejar con el Adviento 2019

200 AÑOS DE NUESTRA DIÓCESIS – LAS TRES MIRADAS

Queridos hermanos:
En el Adviento de 1819 –el 21 de diciembre- nuestras islas de Tenerife, La Gomera, El Hierro y La Palma, comenzaron conjuntamente su andadura como Diócesis de San Cristóbal de La Laguna, que fue erigida por el Papa Pío VII mediante la Bula firmada el 1 de febrero de ese mismo año.
Desde más de 330 años antes, ya formábamos parte de la Iglesia Católica, cuando todas las islas eran una sola diócesis con un obispo para todas ellas. Cada año, en Adviento, los fieles se preparaban para celebrar la Navidad.
Para las islas de nuestra Diócesis, aquel de 1819 fue un Adviento especial. Se cumplen ahora 200 años y, por eso, para nosotros el Adviento de este año reviste un carácter singular. En medio del mismo vamos a celebrar solemnemente el «nacimiento de nuestra Diócesis».
Sin duda, desde entonces las cosas han cambiado mucho, también la forma de celebrar el Adviento y la Navidad. A nadie se le escapa que en nuestro tiempo se resaltan mucho los aspectos externos y profanos de las fiestas navideñas, hasta el punto que pueden ahogar el verdadero sentido religioso de lo que celebramos.
Lamentablemente, para muchos, la Navidad es una fiesta sin otro motivo que «el consumo y la diversión». En consecuencia, el Adviento pasa desapercibido y lo que se prepara no es la venida del Señor, sino los adornos y las compras. Como dice una canción de Adviento: «Buscamos la luz que nos guíe y encendemos estrellitas de papel. Hasta cuando, Señor, jugaremos como niños con la fe».
Por eso, la efemérides del Bicentenario de la Diócesis, es una oportunidad para tomar conciencia de nuestra identidad cristiana y poner en valor la vivencia de nuestra fe. Más allá de los aspectos externos, todos estamos convocados a celebrar un Adviento y una Navidad auténticos, descubriendo en la venida del Señor y en el encuentro con Él la fuente de la paz y la alegría que todos anhelamos, y que nos deseamos en las palabras con que nos felicitamos mutuamente.
No podemos engañarnos o dejarnos engañar por las apariencias. Así como, solo cuando los comemos y asimilamos, los alimentos nos sirven de provecho para el sostenimiento y salud de nuestro cuerpo, así pasa con nuestra alma y nuestro ser espiritual. Necesitamos asimilar los nutrientes adecuados si queremos mantener vivo el ánimo y la alegría de vivir.
«NUESTRO CORAZÓN ESTÁ INQUIETO»
Toda persona, por naturaleza, está siempre deseosa de algo más. No le basta con satisfacer los instintos básicos, ni con la posesión de las cosas que le atraen, ni siquiera con la consecución de sus metas nobles y buenas. Por así decir, nunca estamos plenamente contentos con lo que somos y tenemos. “El ser humano experimenta múltiples limitaciones, se siente sin embargo ilimitado en sus deseos” (Juan Pablo II). Sentimos que siempre nos falta algo. Esto hace de cada uno de nosotros un peregrino, una persona en viaje constante hacia una vida más plena.
Es como si una voz interior nos recordase que, a pesar de todo lo que hemos conseguido, estamos hechos para aspirar siempre a más y superar todo límite e insatisfacción. En el fondo intuimos aquello que dice una estrofa del Himno a la Alegría: «Si es que no encuentras la alegría en esta tierra, búscala hermano más allá de las estrellas». ¿Qué es eso de «más allá de las estrellas”? ¿Qué o quién nos podrá saciar plenamente?
Vivimos en un mundo que nos satura de satisfacciones inmediatas, una tras otra, y así nos vemos acaparados por muchas actividades. Tanto que –a veces- nos sentimos dispensados de ir más allá del «comamos y bebamos que mañana moriremos» y –como decía un filósofo- nos instalamos en la finitud, como si nuestra vida fuera «nacer, crecer, morir» como los animales y las plantas. Queremos saciar nuestras ansias de paz y felicidad, pero es como quien -para apagar la sed- bebe agua salada o gasolina.
En mayor o menor medida, todos tenemos experiencia de ello y vemos como a nuestro lado caminan muchas personas que están marcadas por la frustración, el desencanto o la desilusión frente a un mundo que -por sí solo- es incapaz de colmar nuestras expectativas de felicidad.
San Agustín vivió esta situación buena parte de su vida y, después de haber tenido todo tipo de experiencias, nada le llenaba hasta que se abrió a la fe en Jesucristo. Por eso, cuando escribió «sus memorias», nada más comenzar su libro dice: «Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Las Confesiones de San Agustín 1,1).
En el tiempo de «Adviento», que antecede a la celebración de la Navidad, se nos invita a «no tirar la toalla», sino a transitar por los caminos de la esperanza y a buscar decididamente en la comunión con Dios la plenitud de nuestra existencia. Necesitamos cultivar el espíritu del Adviento como medicina contra el desaliento, como alarma que despierta nuestro corazón dormido o anestesiado por tantas cosas vanas, como sabiduría para recuperar en nuestra conciencia la inquietud por el sentido último de la vida.
El Adviento es tiempo para mirar en lo profundo del corazón, en lo íntimo de uno mismo, y preguntarse: ¿Tengo un corazón que desea algo grande o un corazón adormecido por las cosas? ¿Mi corazón conserva la inquietud de la búsqueda de lo más importante o está sofocado y atrofiado por lo material y el deseo de la satisfacción inmediata? ¿Me he parado a pensar y soy consciente de la situación de mi alma?
El Adviento nos recuerda que Dios, a pesar de nuestros «alejamientos» y de nuestros «abandonos» en relación con Él, viene siempre a nuestro encuentro y -respetuoso con nuestra libertad- espera nuestra acogida. Él nos busca, nos llama. ¿Le respondemos o seguimos entretenidos, distraídos? ¿Creemos de verdad que Dios nos está esperando o pensamos que esta verdad son solamente «palabras»?
EL NÚCLEO DE LA VIVENCIA DEL ADVIENTO Y LA NAVIDAD
La palabra «adviento» proviene de advenimiento, que significa «llegada», venida, presencia de alguien que anuncia su venida y a quien esperamos. En nuestro caso significa «presencia de Dios mismo entre nosotros». Una presencia invisible a nuestros ojos, pero real en nuestro corazón. Esta presencia es dinámica y por eso –desde nuestra perspectiva humana- en Adviento hablamos de Dios que «vino», «viene» y «vendrá», porque esa presencia de Dios aún no es total, sino que está en proceso de acogida, crecimiento y maduración, tanto en cada uno de nosotros como en relación con aquellos que aún no le conocen. Es el proceso del crecimiento en la fe que se va realizando en cada uno «para que Dios sea todo en todos» (1Cor. 15,28).
Esto implica que el cristiano, cuando mira hacia lo que ya ha sido y ya ha pasado, cuando contempla lo que está ocurriendo en su momento histórico y, también, cuando mira lo que está por venir, siempre lo hace con la certeza que Cristo es el principio y fin de todo, que todo tiene su sentido y consistencia en Él.
En Navidad celebramos esta presencia de Dios ya comenzada y de la que nosotros somos sus testigos. Por eso, todos estamos llamados a «esperar» y «acoger» cada día la venida del Señor; así como, testimoniar su presencia a los demás, pues «es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él quiere hacer brillar su luz continuamente en la noche del mundo… La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio de nosotros» (JOSEPH RATZINGER).
Con el Adviento se nos convoca a crecer en la esperanza de que Dios es fiel y cumple sus promesas. En la Navidad estamos llamados a vivir y celebrar con alegría la experiencia de la cercanía de Dios. Así nuestra vida queda inserta en la Historia de la Salvación que Dios realiza en todo tiempo y lugar con aquellos que creen y esperan en Él.
EL ADVIENTO Y NUESTRA DIÓCESIS: LAS TRES MIRADAS
En el Adviento nos preparamos para celebrar el misterio de la Venida del Señor, el misterio de Dios que se hace hombre naciendo de la Virgen María. Un acontecimiento que, como dijo el ángel a los pastores, es «una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo, pues ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc. 10-11). En efecto, por tratarse del Hijo de Dios, el Nacimiento de Jesús, fue un acontecimiento de repercusión universal, no sólo para aquel tiempo y lugar, sino para siempre y en todas partes.
Por eso, los que hemos conocido y creído en Jesucristo, con profunda actitud de gozo, cada año celebramos la Navidad, no como un mero aniversario o recuerdo de algo pasado, sino como un acontecimiento que tiene que ver con nosotros, hombres y mujeres de hoy, porque Cristo –de manera invisible pero real- es contemporáneo nuestro. Como dice la Carta a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre» (Heb. 13,8). Y Él mismo nos dijo: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt. 28,20).
Mediante la celebración de los Sacramentos y las distintas fases el Año Litúrgico [desde Adviento a Pentecostés], Cristo se hace especialmente presente en su Iglesia. Así se entiende que –por ejemplo- en la Misa de Navidad se proclame: «Hoy Cristo ha nacido, hoy ha aparecido el Salvador». Lo que hace 2000 años fue un acontecimiento histórico, ahora, por el poder del Espíritu Santo, se actualiza en las celebraciones y produce su efecto salvífico en nosotros: «Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros» (Antífona de Nochebuena).
Esta centralidad de Cristo es la que hace que, en nuestras celebraciones religiosas, confluyan al unísono el pasado, el presente y el futuro. Por así decir, estamos llamados realizar «tres miradas» para percibir y comprender la eficacia salvífica de la presencia de Cristo entre nosotros. Miradas de fe que despiertan el agradecimiento, la acogida y la esperanza. Gratitud por los dones ya recibidos, acogida de lo que hoy se nos ofrece, y espera vigilante de lo que Dios nos ha prometido.
El Papa Francisco, con ocasión del Año de la Vida Consagrada, señaló que la mejor forma de celebrarlo era “mirar al pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza”. Con estas mismas actitudes nos disponemos a festejar el BICENTENARIO DE
NUESTRA DIÓCESIS NIVARIENSE:
1. Al cumplir los 200 años estamos llamados a reconocer que hay una historia que nos precede y en la que «el Señor ha estado grande con nosotros». Formamos parte de la Historia de Salvación que Dios quiere realizar con todos los pueblos de la tierra. Movidos por el Espíritu Santo, muchas personas que nos han precedido en la fe, han hecho posible que la Salvación de Dios realizada en Cristo haya llegado a este confín de la tierra que son nuestras Islas Canarias. Damos gracias a Dios por todos ellos. Por su medio la fe en Cristo arraigó en nuestra tierra y los cristianos se constituyeron en esta «familia de Dios» que es la Iglesia. Miramos el pasado con gratitud porque, lo que hoy somos, es fruto de la historia de esta «familia» concreta que es nuestra Iglesia Diocesana Nivariense. En ella y por ella hemos conocido y creído en Dios. Al recorrer la propia historia descubrimos la acción de Dios en ella y no podemos más que alabarle y darle gracias por todos sus dones.
Sin duda, como la Virgen María, y unidos a ella, podemos proclamar la grandeza del Señor y alegrarnos en Dios nuestro salvador, porque el poderoso ha hecho cosas grandes en esta, nuestra Iglesia Diocesana de San Cristóbal de La Laguna.
2. Asimismo, el Bicentenario, es una ocasión especial para tomar conciencia del presente que nos ha tocado vivir y escuchar de nuevo a Cristo que nos dice: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn. 15,16); y, en consecuencia, sentirnos llamados a superar la pasividad e involucrarnos con mayor ardor [pasión dice el Papa] en la edificación de la Iglesia Diocesana.
Es un buen momento para mirar el presente de nuestra Iglesia Diocesana y hacernos aquella pregunta de Pablo VI en Evangelii Nuntiandi: “La Iglesia ¿es más o menos apta para anunciar el Evangelio y para inserirlo en el corazón del hombre con convicción, libertad de espíritu y eficacia?” (EN 4). Y, también, preguntarnos cada uno si nuestro testimonio cristiano y nuestra misión evangelizadora responden de verdad a nuestra condición de “discípulos misioneros” de Cristo. No podemos olvidar, como hemos oído con motivo del Día de la Iglesia Diocesana, que «Sin ti no hay presente. Contigo hay futuro».
“Vivir el presente con pasión” significa hacer nuestras de manera más intensa, y mostrar en la vida de nuestra Diócesis, aquellas palabras del Concilio Vaticano II al comienzo del documento Gaudium et spes: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia».
3. El Bicentenario de nuestra Diócesis es, también, una llamada a vivir constantemente la «experiencia del adviento»: Abrazar el futuro con esperanza. Ante la conciencia de nuestras limitaciones -y las dificultades que tenemos para superarlas- corremos el peligro de caer en el desánimo y la frustración. La incertidumbre y el miedo ante el futuro que nos espera, tienen que ser superados por la esperanza cristiana que se apoya en la certeza de que Dios es fiel y cumple sus promesas. «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is. 49,15).
Una esperanza viva es lo que nos pone en movimiento, lo que hace posible el progreso y el avance en la vida del hombre. Todos los nuevos impulsos de la sociedad y de la propia Iglesia, todos los empeños, los sacrificios, en definitiva las opciones que vamos tomando en la vida están motivados por la esperanza en alcanzar una meta. “Mientras hay vida, hay esperanza”, se suele decir. Pero, también, habría que decir que “cuando no hay esperanza la vida queda paralizada”, porque la esperanza no es una realidad estática, sino profundamente dinámica y comprometedora. El estancamiento, el aburguesamiento, la falta de creatividad, de iniciativa, de apertura al cambio, etc., son el síntoma de una esperanza, o que se está apagando o que ya está apagada.
Aunque la dureza de la realidad nos pueda hacer pensar lo contrario, por la fe sabemos que nuestra historia no está condenada al fracaso, sino a compartir con toda la humanidad la vida plena que Dios nos ofrece. Por eso, con la mirada puesta en la fuerza salvadora de Cristo -que nos dice “yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia» (Jn. 10,10) – podemos abrir nuestro corazón a la esperanza. Así, reavivando la certeza de la presencia del Señor entre nosotros, recuperamos el aliento para el camino y nos sentimos estimulados a seguir trabajando por la instauración del Reino de Dios. Gracias a la esperanza, continuamos y reemprendemos nuestro camino con la seguridad de que nuestros esfuerzos no son vanos, pues, nos conduce el Espíritu Santo que quiere hacer cosas grandes con nosotros en la Iglesia y en la sociedad.
El tiempo de Adviento es una llamada a revitalizar la esperanza cristiana, que es una esperanza alegre, motivada y segura porque se sostiene en el Nacimiento de Jesucristo: la prueba de que Dios es fiel y nunca nos abandona. “Que la esperanza os tenga alegres” (Rom. 12,12) dice San Pablo. Es lo que les deseo de todo corazón.
† Bernardo Álvarez Afonso, Obispo Nivariense