domingo, 7 de mayo de 2017

Así puedes obtener indulgencia plenaria por 100 años de Virgen de Fátima

Imagen de la Virgen de Fátima en el Santuario en Portugal / Foto: Facebook Santuario de Fátima

Por los 100 años de las apariciones de la Virgen de Fátima en Portugal, el Papa Francisco ha decidido conceder la indulgencia plenaria durante todo el Año Jubilar que comenzó el 27 de noviembre y terminará  el 26 de noviembre de 2017.
El Santuario de Fátima indicó que para obtener las indulgencias plenarias los fieles deben  cumplir primero con condiciones habituales: confesarse, comulgar y rezar por las intenciones del Santo Padre.
En declaraciones a ACI Prensa, el secretario de la rectoría del Santuario de Fátima en Portugal, André Pereira, explicó que las indulgencias plenarias podrán obtenerse durante todo el Año Jubilar y para ello existen tres maneras, detalladas en un comunicado publicado en el sitio web del santuario.
1.- Peregrinar al Santuario
La primera forma es que “los fieles vengan en peregrinación al Santuario de Fátima en Portugal y que allí participen en una celebración u oración dedicada a la Virgen”.
Además de ello los fieles deben rezar el Padrenuestro, recitar el Credo e invocar a la Madre de Dios.
2.- Ante cualquier imagen de la Virgen de Fátima en todo el mundo
La segunda forma se aplica para “los fieles piadosos que visitan con devoción una imagen de Nuestra Señora de Fátima expuesta solemnemente a la veneración pública en cualquier templo, oratorio o local adecuado en los días de los aniversarios de las apariciones, el 13 de cada mes desde mayo hasta octubre (de 2017), y participen allí devotamente en alguna celebración u oración en honor de la Virgen María”.
Al respecto de la segunda forma, el secretario de la rectoría del Santuario de Fátima indicó a ACI Prensa que la visita a la imagen la Virgen “no tiene que ser necesariamente solo en Fátima o exclusivamente en Portugal” sino que puede ser en cualquier parte del mundo.
También se debe rezar un Padrenuestro, el Credo e invocar a la Virgen de Fátima.
3.- Ancianos y enfermos
La tercera forma de obtener una indulgencia se aplica a las personas que por la edad, enfermedad u otra causa grave estén impedidos de movilizarse.
Pueden rezar ante una imagen de la Virgen de Fátima y deben unirse espiritualmente en las celebraciones jubilares en los días de las apariciones, los días 13 de cada mes, entre mayo y octubre de 2017.
Además tienen que “ofrecer con confianza a Dios misericordioso, a través de María, sus oraciones y dolores o los sacrificios de su propia vida”.

Cómo evitar que tus sentimientos negativos te bloqueen


Pon nombre a tus tristezas y entrégaselas a Dios

Uno puede ir por la vida acumulando desilusiones y desengaños. Me puedo quedar pensando en lo que he hecho mal, en lo que no ha salido como yo quería. Lo he intentado. No lo he logrado. Puedo seguir llorando eternamente sobre la leche derramada. Pero ese círculo de tristeza no me ayuda a crecer.
Me cuesta tolerar la frustración. Entender que detrás de una derrota hay siempre una nueva oportunidad. Necesito sacar mi tristeza, mi desánimo, mi desaliento.
El otro día leía: “-Esta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada. Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada sufrimiento, asimilaba su existencia y soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: – No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó. Y la pena me entraba en el corazón[1].
Quiero tomar mis tristezas en las manos. Acoger todo lo que me quita la paz. No importa el tamaño de mi dolor. No valoro si es o no justificado mi sufrimiento. Poco importa.
Los discípulos de Emaús llevaban mucha pena en el alma: “Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: – ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”. 
Hablaban de su dolor. Lo habían perdido todo. Tanto tiempo soñando con otro final, con otro desenlace. Y ahora todo había cambiado. Jesús había muerto. Ya no podían seguir creyendo. ¿Qué habrían imaginado ellos para sus vidas? Otro desenlace seguro. Por eso volvían a Emaús.
Ya no tenía sentido seguir con los otros discípulos. Tenían vida en Emaús. En su aldea. Con sus familias. Sus sueños de eternidad habían visto su final. Es doloroso renunciar a los propios sueños. Cuando uno ha puesto el corazón en algo que parecía posible.
Tal vez imaginaron a un Mesías poderoso. O pensaron que en el reino de Jesús todo iba a ser diferente. No lo sabemos. Sólo nos queda el recuerdo de Jesús:
“Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron”. 
Era poderoso en obras. Pero ha muerto. No creen en lo que dicen las mujeres. Todavía no lo han visto. No es seguro. Y vuelven a Emaús. Está muerto. No tiene sentido hablar de una vida después de la muerte. No ha sido su liberador. Y ellos siguen siendo esclavos.
Me siento tan identificado con estos discípulos. Muchas veces me desanimo. Dejo de creer. Veo que no es posible esa liberación que Jesús me promete. ¡Cuántas causas encuentro para sentirme frustrado!
Muchas veces toco mi limitación y me cuesta creer en el poder del Espíritu Santo. En la fuerza de su amor. Me digo que sí, que puedo crecer y cambiar. Pero luego tropiezo en mi pobreza y me entristezco. Demasiado alto, demasiado lejos. Y me embarga la tristeza.
Quiero reconocer esos sentimientos negativos que me paralizan. Quiero tomarlos en mis manos, con calma, con paz. Ellos no pueden decidir mi forma de vivir. No pueden bloquearme e impedirme crecer. No puede ser.
Los tomo en mis manos, les pongo nombre a mis tristezas, se los entrego a Dios. Los desarmo de su poder. Yo puedo más que todas mis tristezas. Soy más fuerte, más grande, más listo. No me quiero quedar atascado en mis preocupaciones. Les pongo nombre y se las entrego a Dios.
Aquí las tiene. Todas las frustraciones y tristezas de mi vida. Las que realmente son importantes. Y las que no lo son. Lo tengo claro: Aceptar que estamos tristes y recorrer el camino de la curación es iniciar el recorrido de un camino de sanación y reconstrucción[2].
Puede que no siempre tenga paz. Que no siempre esté contento. No estoy obligado a estar siempre en paz. Reconocer mi tristeza es el comienzo del camino de mi liberación. Se lo cuento a Jesús como hacen hoy Cleofás y el otro discípulo. Se lo digo. Me abro y desahogo lo que hay en el alma.
Hay tanta tristeza a mi alrededor… La tristeza abunda precisamente porque tomamos decisiones equivocadas[3]Y es cierto que abunda porque tomo decisiones incorrectas. Porque busco la felicidad en el lugar equivocado. Y amo aquello que me quita la paz. O no sé amar de verdad. De forma madura.
Y sufro. Y la tristeza se apodera de mi alma porque elijo lo incorrecto y no descanso en Dios. No tengo mi centro en Él. No reposo en sus brazos.
Me gusta pensar que Jesús fue a buscar a estos discípulos que regresaban tristes a sus casas. Fue a su camino. No esperó a que volvieran a Jerusalén. Salió en su búsqueda. No quería perderlos.
Y no se apareció ante ellos con la evidencia que lo hizo con María Magdalena. Se acercó y pasó por un peregrino cualquiera. No lo reconocieron. Escuchó lo que había en sus corazones. No les hizo ver con palabras quién era Él. Aguardó paciente a que ellos se dieran cuenta.
Ardían sus corazones. Pero todavía no lo veían: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Ardían sus corazones pero aún no entendían. Jesús aguarda. La paciencia de Jesús conmigo tantas veces cuando no soy capaz de ver su amor en mi vida…
Al llegar a Emaús reconocen a Jesús en la fracción del pan: “Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: – Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció”. 
Quizás es más fácil reconocerlo en la fracción del pan que en el propio camino. Lo reconocen en un signo cotidiano. Parte el pan. Bendice el pan. Como lo hizo en la última cena. Como lo habría hecho en tantas ocasiones con sus discípulos.
Jesús había hecho sagrado lo cotidiano de su vida con los discípulos. Guardaban en su corazón gestos sagrados. Palabras llenas de vida y de amor. Miradas. Abrazos.
Me gusta pensar que lo que delató su identidad fuera un signo tan sencillo y tan de Jesús. No hizo falta un milagro que demostrara que era Él. Ni siquiera una palabra especial. Fue un gesto habitual. Algo cotidiano como era el hecho de bendecir y partir el pan para los suyos.
Jesús lo hace de nuevo. Y los suyos lo descubren y comprenden. Su corazón se llena de alegría. El fuego del camino tenía que ver con Jesús. Era Él.
Pienso en el grito de Juan desde la barca cuando comprende que el que está en la orilla es Jesús resucitado después de la pesca milagrosa. Grita tirándose al agua: «Es el Señor». Lo reconoce de repente y no puede quedarse en la barca.
Los discípulos en Emaús también lo reconocen y sus palabras resuenan en el alma: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!”. Todo un día de camino junto a Jesús y no habían reconocido su voz, ni su acento, ni su forma de decir las cosas.
No se habían dado cuenta de su mirada y de su forma de caminar. No habían visto su cariño expresado en el camino. No habían pensado en su paciencia. No habían sido capaces. El corazón estaba tan turbado.
En el encuentro con Jesús cambia el destino de mi vida. Los discípulos abandonan su aldea de Emaús justo cuando acaban de llegar. Regresan al lugar de sus hermanos, esos hombres débiles escondidos en Jerusalén.
Vivían escondidos con miedo a perder la vida. Ellos no querían vivir así y tal vez por eso habían regresado a su tierra, al oficio de antes, a la vida que llevaban antes de empezar a soñar. Pero ahora, en esa mesa, ante el pan partido, ven que ya no tienen nada que temer.
Ellos lo han visto con sus ojos. Jesús está vivo. Lo han comprobado, han visto su mirada, han contemplado su rostro, han escuchado su voz. No pudieron resistir su amor.
Decía el Hermano Rafael: Si vieras que Jesús te llamaba y te mirase con esos ojos que desprendían amor, ternura, perdón y te dijese: – ¿Por qué no me sigues?”. Ellos lo siguen.
Es Jesús en persona, con sus gestos, con su mirada. Ha llegado a encontrarlos en medio del camino. Y ellos no pueden seguir como si nada hubiera ocurrido. Habían huido a su vida de antes, desalentados, tristes, preocupados. Pero ahora ya no tenían excusas.
Por eso ellos vuelven llenos de vida, de alegría, de emoción, de fuego. Han visto a Jesús. Han caminado a su lado. Él ha partido el pan delante de sus ojos. Es Él el que los ama: “Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: -Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan”.
No pierden el tiempo. Ya no hay tiempo que perder en Emaús. No quieren seguir escondidos. Ha comenzado una nueva misión, una nueva vida. Una nueva luz que lo inunda todo de claridad.
Sus vidas tienen un nuevo sentido. Llenos con el pan partido corren al encuentro de los suyos. Quieren compartir esa alegría que no se pueden guardar para sí mismos. Es imposible. El corazón feliz necesita compartir lo que posee.
Tal vez la tristeza puede aislarnos, y no queremos pedir ayuda. Pero normalmente la felicidad es contagiosa. El bien es difusivo. Se comunica.

7 valiosos consejos del papa Francisco a las mamás

Gracias por ser “el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta”

Mira estos sabios consejos del papa Francisco, en el capítulo 5º de la exhortación postsinodal Amoris Laetitia (La alegría del amor):
  1. Los hijos nunca serán un error. “¡Esto es vergonzoso!”, dice. Siempre hay que aceptarlos como un don de Dios, incluso cuando no estuvieron dentro de los cálculos iniciales de la pareja.
  2. Ningún sacrificio es demasiado costoso cuando se hace por ellos.
  3. Francisco se refiere al embarazo como el momento en el que la madre participa en el “misterio de la creación, que se renueva en la generación humana”, citando a san Juan Pablo II. Esos nueve meses están llenos de sueños. En ellos la mujer se pregunta cómo será y qué vida tendrá su bebé. Por ello pide a las mujeres gestantes que cuiden su alegría incluso en medio de los temores o preocupaciones, de los comentarios o los problemas que puedan surgir cuando se espera a un hijo. ¿Y si no ha llegado en el mejor momento? Pedirle a Dios que llene de fortaleza a los nuevos padres para aceptar plenamente a su bebé.
  4. Los hijos no son una respuesta a las expectativas personales. Son seres humanos. “No es importante si esa nueva vida te servirá o no, si tiene características que te agradan o no, si responde o no a tus proyectos y a tus sueños”. Porque, “se ama a un hijo porque es hijo, no porque es hermoso o porque es de una o de otra manera”. El Papa aconseja esperarlo con ternura, aceptarlo sin condiciones y acogerlo gratuitamente.
  5. Los niños necesitan el amor de su padre y su madre, que los ayuden en su madurez íntegra y armoniosa. Necesitan del amor de cada uno, pero también del amor entre ellos. Papá y mamá, dice el Papa, muestran “el rostro materno y el rostro paterno del Señor”.
  6. Francisco aconseja integrar sabiamente la realidad del trabajo y la maternidad acompañando a los hijos de manera especial en sus primeros años de vida y advierte de los riesgos que trae la ausencia del calor que solo una madre puede brindarles.
  7. Y recuerda a las mujeres la necesidad de ejercitar su “genio femenino”: su maternidad, su ternura, su compasión, su capacidad de acoger -cualidades que también le otorgan deberes en su misión, necesarios para el bien de todos.
El Papa agradece a las madres que viven de acuerdo con su vocación pues ellas son “el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta”.
“Una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque, afirma, las madres saben testimoniar siempre, incluso en los peores momentos, la ternura, la entrega, la fuerza moral”.

Cuarto Día de la Novena a la Virgen de Fátima.


Ofrecimiento para todos los días 
 ¡Oh Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman.  ¡Oh santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo! Yo os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los tabernáculos del mundo, en reparación de los ultrajes con que El es ofendido; y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón e intercesión del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pecadores. 
 Oración preparatoria  
Oh santísima Virgen María, Reina del Rosario y Madre de misericordia, que te dignaste manifestar en Fátima la ternura de vuestro Inmaculado Corazón trayéndonos mensajes de salvación y de paz. Confiados en vuestra misericordia maternal y agradecidos a las bondades de vuestro amantísimo Corazón, venimos a vuestras plantas para rendiros el tributo de nuestra veneración y amor. Concédenos las gracias que necesitamos para cumplir fielmente vuestro mensaje de amor, y la que os pedimos en esta Novena, si ha de ser para mayor gloria de Dios, honra vuestra y provecho de nuestras almas. Así sea. 
 Oración de este día 
 ¡Oh santísima Virgen María, Reina de la Iglesia!, que exhortaste a los pastorcitos de Fátima a rogar por el Papa, e infundiste en sus almas sencillas una gran veneración y amor hacia él, como Vicario de vuestro Hijo y su representante en la tierra. Infunde también a nosotros el espíritu de veneración y docilidad hacia la autoridad del Romano Pontífice, de adhesión inquebrantable a sus enseñanzas, y en él y con él un gran amor y respeto a todos los ministros de la santa Iglesia, por medio de los cuales participamos la vida de la gracia en los sacramentos.  
Oración final  
¡Oh Dios, cuyo Unigénito, con su vida, muerte y resurrección, nos mereció el premio de la salvación eterna! Os suplicamos nos concedas que, meditando los misterios del santísimo rosario de la bienaventurada Virgen María, imitemos los ejemplos que nos enseñan y alcancemos el premio que prometen. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.

¿Por qué la resurrección de los cuerpos? ¿No basta salvar el alma?


¿Qué tiene el cuerpo que es tan importante?

¿Por qué tanto énfasis en la resurrección de los cuerpos cuando es suficiente la salvación del alma? ¿Qué tiene el cuerpo que es tan importante? Responde sor Giovanna Cheli, profesora de Sagrada Escritura en la Facultad Teológica de Italia Central.
La pregunta expuesta por nuestro lector es fundamentalmente una pregunta sobre el hombre, sobre el sentido de su cuerpo y, por lo tanto, de su vida.
Además parece que la resurrección de los cuerpos es opuesta a la salvación del alma, que está destinada a la salvación eterna, mientras que el cuerpo a desintegrarse. El cuerpo no parece tan receptivo a la salvación como el alma. Por eso el lector afirma: “es suficiente la salvación del alma”.
Hay que preguntarse si es posible realmente “salvar el alma” sin el “cuerpo”. El problema de la salvación está vinculado al de la muerte, por lo que “salvar el alma” significa comúnmente hacer que el alma llegue, gracias a una vida generosa, a la visión beatífica mientras el cuerpo queda sepultado y se disuelve.
Pero la perspectiva que la Sagrada Escritura nos da respecto a estas cosas no es precisamente esta. Primero que nada la fe en la resurrección de la carne no es un énfasis, sino una verdad esencial de la vida cristiana.
Toda nuestra fe está fundada en la resurrección de Jesús que se apareció a los apóstoles durante cuarenta días con un cuerpo vivo, comió con ellos, se le podía tocar, sopló sobre ellos y habló con ellos: “¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como véis que yo tengo” (Lc 24,38-39).
No les resultó fácil reconocerlo, signo evidente de que su cuerpo había sufrido transformaciones y, sin embargo, en Él los apóstoles volvieron a ver los signos de su historia y pudieron incluso tocarlo (Tomás). Por lo tanto, la resurrección del cuerpo del Señor y nuestros cuerpos es un elemento esencial de la vida del cristiano y de su fe.
La muerte, que sentencia el final de una realidad y quisiera arrojar una luz de inutilidad sobre lo que antes existió, no es capaz de interrumpir la vida del hombre y marca sólo el final de un cierto tipo de vida, la física y biológica.
A la luz de las narraciones pascuales hay que preguntarse: ¿nuestros cuerpo son sólo un instrumento para la vida terrenal, o su significado va más allá del tiempo asignado físicamente a cada uno?
Si nuestra alma estaba presente en nuestro cuerpo antes de la muerte, ¿por qué no se puede pensar, de alguna manera, que nuestro cuerpo tras la muerte estará presente en nuestra alma y que uno y otro se transformarán en el momento del paso de esta vida a la otra?
Si se objeta, con razón, que después de la muerte nuestro cuerpo no es el mismo de antes, ¿por qué no se puede decir lo mismo del alma? Esta con la muerte no es la misma de antes porque está privada de su cuerpo físico.
El resucitado nos recuerda que la muerte, transformando realmente el cuerpo biológico y el alma, no tiene el poder de suprimir su relación, creada por Dios.
Es reductivo decir que con la muerte el alma se separa del cuerpo y es más justo decir que nuestra vida entera se transforma en una nueva dimensión: nuestra alma y nuestra corporeidad (no biológica) continúan creciendo hacia la plenitud de la vida divina.
El prefacio de la misa de difuntos dice: “la vida no se quita ni desaparece, sino que se transforma”. La Palabra de Dios afirma con claridad que el “cuerpo”, reducido equivocadamente sólo a la vida física, está en el centro de toda la historia de la salvación: desde la creación, a la Encarnación del Verbo, a su muerte y resurrección, y su ascensión al cielo de la cual esperamos el regreso.
Si pensamos que el cuerpo muere con el final de la vida física, toda la historia de la salvación quedaría trastornada. Como nos lo recuerda Tertuliano: caro cardo salutis (la carne es la bisagra de la salvación).
Detrás de esta centralidad existe una idea precisa del hombre que la Sagrada Escritura nos ofrece, diversificándose de la filosofía griega de la que nuestro pensamiento está impregnado.
En la antropología semítica, precisamente del Antiguo y el Nuevo Testamento, el hombre no está compuesto de la unión de dos elementos distintos como el alma y el cuerpo, del principio espiritual y el material.
Es verdad que en la Escritura no faltan referencias a una dicotomía antropológica, que toma ámbito en el momento en que la fe judía o cristiana se confronta con el mundo griego, pero la idea de hombre que la Sagrada Escritura nos presenta es unitaria.
Esto no quiere decir que no se vea en el hombre una realidad compleja y articulada, constituida por más dimensiones atestadas de manera diferente. Por lo tanto, aunque se hable en la Biblia de “alma” (nefeš- psiché), de “carne” (basar- sárx), de “espíritu” (ruâh-pneûma), de “cuerpo” (sôma), el hombre no se identifica nunca solamente con una de estas dimensiones.
No sólo, mientras que decimos que el hombre tiene alma y cuerpo, en la Sagrada Escritura se afirma que el hombre es alma, espíritu, cuerpo y así sucesivamente.
Esta precisión es esencial para hablar de una unidad sustancial de la realidad humana y aunque ésta sea sometida a la caducidad en su cuerpo, el aspecto de la corporeidad no es sólo un hecho biológico y exterior, sino que pertenece a su dimensión profunda.
Cada uno de nosotros es su cuerpo, como es su alma, y la relación de estos componentes es íntima e indisoluble, de modo que si el alma en el tiempo terreno está impresa en el cuerpo, de manera análoga también el cuerpo está impreso en el alma. Esta relación es unitaria y no está destinada a extinguirse.
En este sentido la resurrección respeta a toda la persona, comprendida en todos sus aspectos incluso los más frágiles, como la carne.
No basta, por lo tanto, la salvación del alma, porque es simplemente imposible: el alma conlleva la reciprocidad con su cuerpo, está creada así, por eso en la visión cristiana la resurrección del cuerpo es fundamental.
No se debe, de hecho, olvidar que Dios hizo al hombre “a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gn 1,26) y que el Hijo de Dios vino al mundo asumiendo en todo nuestra naturaleza humana. Así dice la Carta a los hebreos (10,5.7), dando voz a Jesús: “Me has formado un cuerpo… Entonces dije: ¡He aquí que vengo!”.
El “cuerpo” es el lugar del don recibido y restaurado. La salvación de la humanidad no es a través del sacrificio únicamente espiritual de Jesús, o la ofrenda de su alma, sino a través del don de “su cuerpo” como nos recuerda la Eucaristía. 
Sin el cuerpo del Señor y nuestro cuerpo, Dios no podría revelar todo su amor que, aunque en la temporalidad, ya es eterno.
En la Palabra hecha carne (Jn 1,14), el cuerpo se vuelve un bien común entre Dios y el hombre; no es, por lo tanto, un lastre del que hay que liberarse, ni un mero instrumento que decae con el tiempo: es nuestra manera de ser, es nuestra vida.
Nosotros también, en nuestro cuerpo, estamos invitados a donarnos, porque su principio y su plenitud es el don. De hecho, el cuerpo que somos nos ha sido donado por nuestros padres y por Dios. Nuestro ser a “su imagen y semejanza” nos dice que también la corporeidad del hombre no es sólo el ápice de toda la creación, sino el punto de referencia de toda la historia de la salvación que encuentra su centro en la Encarnación y en la muerte y resurrección del Señor.
Después de Él, nosotros también resucitamos en la carne. Entonces decae el “cuerpo biológico”, pero no se agota la sustancia de nuestro ser, nuestra corporeidad, encrucijada del don recibido y del donarse: éste está destinado a permanecer para siempre, realmente siendo transformado en el pasaje de la tierra a la eternidad.
Después de la muerte, la vida entendida de esta manera crece hasta la plenitud. Por eso cuando Jesús resucita muestra sus llagas porque son el signo corporal de su obra de amor que ha ultrapasado el tiempo y el espacio.El cuerpo de Cristo, como el nuestro, registra cada acción de amor. 
El cuerpo no es el revestimiento de un principio espiritual, éste debe estar vivo y ser fecundo (por eso los muertos y los vivos oran recíprocamente) y al custodiar la huella de Dios, somos transfigurados en nuestro cuerpo.
Dice Pablo: “Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar.. Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción.. se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Co 15, 38.42.44).
¿Qué tiene nuestro cuerpo que es tan importante? La imagen y semejanza de Dios que vuelve a brillar claramente con la resurrección.