domingo, 10 de abril de 2016

¿Qué pecados impiden comulgar? ¿Se puede comulgar si has cometido pecados veniales?


Personas comulgando


San Pablo expresó con contundencia que no todos están en condiciones de  recibir la Comunión: Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz, porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación (I Cor 11, 28-29). Estas palabras ponen de relieve la gravedad del asunto, pero no proporcionan un criterio claro de cuándo uno es digno y cuándo no. Por eso, omo tantas otras, esta cuestión también fue sometida a debate.
Da la impresión, sin embargo, que los destinatarios de la carta –los corintios- ya tenían alguna idea al respecto. Es pues importante ver las fuentes conocidas de la vida de la Iglesia primitiva. A finales del siglo I o principios del II se escribió la llamada Didache(o “Doctrina de los Doce Apóstoles”), en la que se habla bastante de la Eucaristía. Tras señalar que el sacramento es solo para los bautizados, añade la siguiente frase: Quien sea santo, acceda; quien lo sea menos, haga penitencia. Aunque necesite una ulterior precisión, sigue siendo un criterio válido, a la luz del cual se entiende lo que está establecido.
Se podría obrjetar, y con razón, ¿pero quién puede decir que es santo? Libre de todo pecado, nadie. Por eso el acercamiento a la Comunión debe ser penitencial, para purificarnos cuanto podamos. Lo propio es recibir la comunión cuando ya hay una comunión del alma con el Señor.


Ahora bien, hay diversas situaciones, como también hay distintos tipos de pecados. El pecado mortal rompe del todo esa comunión, y en este caso la penitencia requerida pasa por la recepción del sacramento de la Penitencia como condición previa.
Por eso establece el Código de Derecho Canónico quequien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (c. 916) (las excepciones se refieren a necesidades sin posibilidad de recibirlo, en cuyo caso debe haber un acto de contrición perfecta y el propósito de confesarse cuanto antes: o sea, en todo caso se recibe en gracia de Dios, aunque no haya más remedio que posponer la confesión).
Una aclaración al respecto puede ser pertinente: no hay penitencia verdadera ni confesión válida sin propósito de enmienda; es lógico, en caso contrario sería una pantomima. Esto sirve para entender por qué no pueden acceder a la Comunión personas que están y quieren seguir estando en una situación habitual de pecado.
Queda el pecado venial. Nadie escapa de cometer alguno, y pretender estar libre de todo pecado venial resulta presuntuoso. En la historia de la Iglesia existió un puritanismo católico, llamado jansenismo (lo creó un tal Cornelius Jansen), que en este sentido restringía mucho la comunión. Fue rechazado por la Iglesia, pero dejó sentir su influencia, hasta que el Papa San Pío X borró sus vestigios hace un siglo. Con razón: no va por ahí la penitencia requerida.
En estos casos –cuando se está en gracia- la penitencia es la interior, la cual se incluye en la liturgia. El pecado venial no impide la Comunión –al contrario, es alimento interior que da fuerzas para combatirlo-, pero, a la vez, para perticipar dignamente en los sagrados misterios… comencemos por reconocer nuestros pecados. Palabras familiares para quien asiste a Misa, que van seguidas por un acto de contrición de lo más completo. Luego, la preparación inmediata nos recuerda que vamos a comulgar como invitados y que no somos dignos de recibirle; en cierto modo, también son palabras de contrición. Es interesante comprobar que, en la celebración de la Comunión fuera de la Santa Misa, la liturgia es mucho más breve, pero incluye estas dos partes penitenciales, las mismas.

En resumen. Para comulgar, hay que estar en gracia de Dios. Aún estándolo, nunca somos dignos del todo de recibir al Señor. Eso no es obstáculo para comulgar, pero la dignidad del sacramento postula que procuremos hacernos lo más dignos posible.

El Poder de un PADRE NUESTRO

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Si tuviéramos  conciencia del gran amor de Dios no perderíamos el tiempo en cosas sin importancia. Dejaríamos de discutir y hacernos daño los unos a los otros.
Acabarían las murmuraciones.
Emplearíamos cualquier oportunidad para estar en la dulce presencia del Padre. Amaríamos a todos, sin medida y perdonaríamos siempre, las ofensas.
Esto se logra con la oración. Nos cambia, nos hace dóciles a Su Palabra.
Es lo que hacía Jesús. Constantemente oraba.
“… él buscaba siempre lugares solitarios donde orar” (Lc 5, 16)
Los grandes santos de nuestra Iglesia siguieron este camino y con frecuencia se retiraban a orar. Buscaban cualquier oportunidad para estar con Dios. Su amor los atraía como la miel a la abeja. Era algo que no podían evitar. Dios habitaba en ellos, como sagrarios vivos.
Por años he tratado de comprender el sentido de la oración para estar cerca de Dios y hacer su voluntad. Primero pensaba que orar era hablar con Dios.  Me decía: “la oración es el lenguaje de Dios”. No importaba en qué idioma rezaras, Él siempre te escucharía.
Luego me dije: “Él amor es su lenguaje”.
Es tan simple. Dios es amor. Por tanto su naturaleza es amar.
Un buen día reflexioné: “¿Por qué Jesús buscaba lugares solitarios para orar? ¿Por qué nos advirtió…?
“Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto: y tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará”. (Mt 6,6)
Nos invitaba a rezar el Padre Nuestro, en lo secreto.
Yo lo hice.
“Padre Nuestro, que estás en el cielo.
Santificado sea tu nombre…”
“Santificado y glorificado… Claudio”.
“¿Eres tú Señor?”
“Yo soy”.
De pronto empecé a experimentar Su Presencia. Era más que una sensación, era una certeza.
Un amor insondable me llenaba el alma y empezaba a desbordarse.
Tuve que hacer un alto y guardar silencio mientras trataba de comprender lo que ocurría.
Vivía un momento de silencios e intimidad con Dios.
“Orar es estar en Tu presencia”, reconocí, aturdido ante tanto amor.
No quería moverme, deseaba detener el tiempo… pero continué rezando el Padre Nuestro.
“Venga a nosotros Tu reino…
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo…”
“¿Lo crees Claudio?”
“¿Qué mi Señor?”
“Que se haga mi voluntad en tu vida”.
“Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador”, le imploré. Y continué…
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
“No temas Claudio… Si las personas conocieran mi amor, no temerían”.
Al terminar de rezar comprendí.
Es verdad.
“…vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.” (Mt 6, 8)
“Señor”, le dije, “dejo mi vida en tus manos… y tu perfecta voluntad”.
La oración puede cambiar tu vida y tu historia. Busca momentos de intimidad con Dios.
Te recomiendo la experiencia de rezar un Padre Nuestro, sin pedir nada, abandonándote en Sus manos amorosas, porque ya Dios sabe lo que necesitas.