Y cumplió hasta el final, tanto en la ejemplaridad como en la fidelidad hacia san Pablo: cuando éste le llamó a Roma para que le ayudase en su últimos momentos –sabedor de que su martirio era inevitable y que, además, se sentía abandonado por todos–, Timoteo acudió inmediatamente. San pablo le pidió que siguiese con la predicación y la evangelización, tarea que Timoteo se dedicó con ahínco desde su cargo de obispo de Éfeso, antes de morir –probablemente martirizado– hacia el año 95.
Por lo que respecta a Tito, según la Tradición, san Pablo le llamaba «mi verdadero hijo». Poco se sabe acerca de su nacimiento aunque las investigaciones indican que este podría haber tenido lugar en Antioquía o en Grecia. Sí que consta, en cambio, su presencia junto al Apóstol en el famoso viaje de este último a Jerusalén. Allí, san Pablo se negó a que Tito fuese circuncidado, como símbolo de la de la libertad en relación con la Ley Mesiánica, ganada por Jesucristo para los gentiles. El mismo san Pablo, de paso por Creta, le escribió allí su carta, un documento de gran importancia para entender la vida interna de la Iglesia en aquella época.