domingo, 25 de junio de 2017

¿Qué es la Liturgia de las Horas?


Sacerdotes y religiosos a menudo rezan con un pequeño libro negro a lo largo de todo el día… ¿qué es eso que rezan?

Es común ver a sacerdotes o religiosos y religiosas detenidos durante el día para ofrecer oraciones recogidas en un pequeño libro negro. A veces incluso los laicos tienen ese mismo libro negro y se sientan en los bancos traseros de la iglesia para rezar. ¿Qué están rezando?
Sacerdotes, religiosos y diáconos están obligados a rezar diariamente lo que se denomina la Liturgia de las Horas, también conocida como Oficio Divino. Consiste en rezar un conjunto de oraciones cada día a diferentes horas, desde la mañana a la noche. Es una rutina de oración no exclusiva de los consagrados a Dios, sino una práctica de oración común para muchos laicos.
Históricamente, los judíos han rezado en intervalos fijos a lo largo del día. El rey David, quien se cree escribió los salmos, proclama:
“De tarde, de mañana, al mediodía,
gimo y me lamento,
pero él escuchará mi clamor”. (Salmos 55:18)

Incluso el profeta Daniel parece haber rezado a intervalos específicos.
“Cuando Daniel supo que el documento había sido firmado, entró en su casa. Esta tenía en el piso superior unas ventanas que se abrían en dirección a Jerusalén, y tres veces por día, él se ponía de rodillas, invocando y alabando a su Dios, como lo había hecho antes” (Daniel 6:11).
El pueblo judío inició una tradición de rezar tres veces al día: mañana, tarde y noche. Esto creció hasta desarrollar un programa de oraciones de salmos en particular, ya que expresaban los múltiples deseos del corazón humano. 
Jesús aparece rezando los salmos en varias ocasiones, como en una de sus palabras más famosas, del salmo 22, pronunciado desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Ya que la mayoría de los primeros cristianos eran conversos del judaísmo, continuaron con la tradición judía de rezar los salmos. Este tipo de oración se mantuvo a medida que creció la Iglesia y, según señala el padre Timothy Gallagher en su libro Praying the Liturgy of the Hours [Rezar la Liturgia de las Horas]: “Por toda la Iglesia, en Palestina, Antioquía, Constantinopla y África, los cristianos se reunían en sus iglesias dos veces al día para rezar los salmos. Diariamente se reunían para los ‘himnos matinales y nocturnos’”.
Más tarde, esta tradición se extendió en los monasterios a rezar los salmos siete u ocho veces al día, en un esfuerzo por vivir las palabras de san Pablo de “orar sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17). Esta tradición tiene la siguiente forma:
  • Maitines (durante la noche, a menudo a medianoche); también llamados Vigilias o Nocturnos (Oficio Nocturno)
  • Laudes u “Oración de la mañana” (al amanecer o a las 3 a.m.)
  • Prima u “Oración de la madrugada” (Primera Hora, en torno a las 6 a.m.)
  • Tercia u “Oración de Media mañana” (Tercera Hora, alrededor de las 9 a.m.)
  • Sexta u “Oración de Mediodía” (Sexta Hora, en torno al mediodía)
  • Nona u “Oración de Media Tarde” (Novena Hora, en torno a las 3 p.m.)
  • Vísperas u “Oración del Atardecer” (en torno a las 6 p.m.)
  • Completa u “Oración de la Noche” (antes de ir a dormir, normalmente a las 8 p.m. o 9 p.m.)
La Iglesia extendió los 150 salmos a lo largo de estas horas y con el tiempo terminó creando un ciclo de oración. Actualmente consiste en un Salterio de cuatro semanas con el que se rezan todos los salmos en un periodo de cuatro semanas (si se observan todas las “horas” de oración).
Los monasterios contemplativos mantienen este ritmo de oración, mientras que los sacerdotes u otros religiosos activos tienden a “agrupar” las horas juntas. Por ejemplo, si un párroco tiene reuniones toda la tarde y noche, rezará la Oración del Atardecer y la Oración de la Noche seguidas inmediatamente antes de retirarse a dormir. El momento del día es menos importante para los que viven en el mundo que para los hombres y mujeres enclaustrados, que acatan un ritmo sagrado de oración y trabajo.
Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha continuado fomentando esta práctica y animado al laico a unirse a esta Liturgia.
“Procuren los pastores de almas que las Horas principales, especialmente las Vísperas, se celebren comunitariamente en la iglesia los domingos y fiestas más solemnes. Se recomienda, asimismo, que los laicos recen el Oficio divino o con los sacerdotes o reunidos entre sí e inclusive en particular” (Sacrosanctum Concilium, 100).
Pero, ¿cómo se reza el Oficio Divino?
Puede resultar un poco confuso y complejo asumir la práctica de rezar la Liturgia de las Horas. En otro artículo les guiamos a través del rezo de la Liturgia de las Horas y les ofrecemos una “guía para principiantes” que desmitificará esta oración poderosa y habitual de la Iglesia.

Papa Francisco: No existe la misión cristiana “tranquila”

Palabras de hoy en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el evangelio de hoy (cfr Mt 10,26-33) el Señor Jesús, tras haber llamado y enviado a misión a sus discípulos, les instruye y les prepara para afrontar las pruebas y las persecuciones que se encontrarán. Así les exhorta: “No tengan miedo de los hombres, pues nada hay oculto que no sea desvelado […]. Lo que yo les digo en las tinieblas díganlo a la luz. […] Y no teman a aquellos que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (vv. 26- 28).
El envío a misión por parte de Jesús no garantiza el éxito a los discípulos, ni tampoco les pone a salvo de fracasos y sufrimientos. Ellos tienen que tener en cuenta la posibilidad del rechazo, y también la de la persecución.
El discípulo está llamado a conformar su vida a Cristo, que fue perseguido por los hombres, conoció el rechazo, el abandono y la muerte en cruz. No existe la misión cristiana bajo el signo de la tranquilidad; las dificultades y las tribulaciones forman parte de la evangelización, y estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús.
Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad de ser aún más misioneros y para crecer en esa confianza hacia Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad. En las dificultades del testimonio cristiano en el mundo, nunca somos olvidados, sino asistidos siempre por la solicitud premurosa del Padre.
Por esto, en el Evangelio de hoy, en tres ocasiones Jesús da fuerza a sus discípulos diciendo: “¡No tengan miedo!”.
También en nuestros días la persecución contra los cristianos está presente. Oremos por nuestros hermanos y hermanas que son perseguidos y alabemos a Dios porque, a pesar de ello, siguen dando testimonio con valor y fidelidad de su fe. Su ejemplo nos ayuda a no dudar en tomar postura a favor de Cristo, dando testimonio de Él con valentía en las situaciones de cada día, incluso en contextos aparentemente tranquilos. En efecto, una forma de prueba puede ser también la ausencia de hostilidad y de tribulaciones.
Además de como “ovejas entre lobos”, el Señor, también en nuestro tiempo, nos manda como centinelas en medio de gente que no quiere ser despertada de la tibieza mundana, que ignora las palabras de Verdad del Evangelio, construyéndose sus verdades efímeras.
Pero en todo esto, el Señor sigue diciéndonos, como decía a los discípulos de su tiempo: “¡No tengan miedo!”. No tengan miedo de quienes se ríen de ustedes y les maltratan, y no tengan miedo de quienes les ignoran o que delante les honra pero por detrás combate contra el Evangelio. Jesús no nos deja solos porque somos preciosos para Él.
Que la Virgen María, modelo de adhesión valiente y humilde a la Palabra de Dios, nos ayude a comprender que en el testimonio de fe no cuentan los éxitos, sino la fidelidad a Cristo, reconociendo en cualquier circunstancia, incluso la más problemática, el don inestimable de ser sus discípulos misioneros.

¿Qué significa comer el cuerpo y la sangre de Jesús?


Quiero formar parte de un solo cuerpo

Hoy celebro el domingo del amor de Dios que se hace carne y se entrega por mí. Se dona para estar conmigo. 
Hoy Jesús me dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Y veo cómo el asombro surge en el corazón de los que escuchan: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Parece una locura. Dar a comer su cuerpo humano. 
Se escandalizan los judíos. No lo entienden. Comer su carne. Ni sus discípulos entenderían estas palabras. Jesús tiene que morir y resucitar para que puedan comprender el significado. No me sorprenden las dudas de los judíos. ¿Cómo se puede comer su carne y su sangre? El corazón se rebela ante lo imposible. 
Hoy me sigue pareciendo imposible. Que pueda comerlo a Él en ese trozo de pan, en ese poco de vino. Y que su presencia en mí me cambie por dentro. Todavía dudo. ¡Cuánta gente hoy no cree de verdad en la presencia sanadora de Jesús en la eucaristía! 
Por eso tiene tanto sentido la fiesta de hoy. Pongo a Jesús en el centro. Como su carne. Bebo su sangre. Lo hago en cada eucaristía. Pero hoy lo hago con más conciencia. Creo en su presencia viva entre mis manos. Ese pan que se parte por mí. Ese pan que me alimenta por dentro y cambia mi corazón. Sin que yo apenas me dé cuenta. Actúa en mí. 
Por eso vuelvo a comulgar. Una y otra vez. Quiero que su carne sea más mi carne. Su sangre mi misma sangre. Su pasión por la vida. Su amor por los necesitados. Su libertad interior ante la presión del mundo. Quiero que mis sentimientos sean sus mismos sentimientos. Es lo que más me cuesta. Pienso como hombre. Siento como hombre. Peco como hombre. Y quisiera sentir como Jesús en lo más profundo de mi ser. 
¿Ha cambiado mi vida? Siempre se lo digo a los niños cuando van a recibir la primera comunión. Si frecuentan a Jesús se van a parecer cada vez más a Él. Lo hace Jesús lentamente en su alma. Se asemejarán al que les da la vida. 
Miro mi vida y pienso que estoy tan lejos de ser Jesús… Tan lejos de sentir lo que Él siente. Quiero inscribirme de nuevo en su corazón herido. En la comunión se me abre una puerta y entro. Quiero estar con Él para siempre. Vivir en Él. Descansar en sus brazos. 
Yo me hago custodia de Jesús cuando como su cuerpo. Me hago sagrario que lleva su presencia viva. El otro día me decía una persona: “Cuando era más joven descubría con facilidad a Dios en los demás. Ahora eso ha pasado. No logro verlo. Y no es porque ya no esté en ellos. Seguro que está, pero yo no lo veo”.
Quiero un corazón limpio para ver a Dios. Los que tienen un corazón así logran verlo en los demás. Decía San Agustín: “Es procurar ver a Dios con los ojos de nuestro corazón”. A Dios lo puedo ver en este pan partido. Lo puedo ver en la adoración cuando me adentro en el corazón de Jesús. Y lo tengo que ver siempre en las personas que Dios pone en mi camino. 
Hace poco leía: “La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios.
Jesús en la eucaristía viene a mi corazón para que aprenda a mirar como mira Él. Y aprenda a descubrirlo en los que me rodean. Lo que hay en ese amor humano a los hombres es lo que se da en mi amor a Dios. Jesús vino a quedarse conmigo. Vino a quedarse en el pan partido. 
Pero vino a quedarse a todas horas en aquellos que me regala para que yo me arraigue cada vez más en su corazón. En los más heridos. En los que han sido partidos. En los que necesitan mi mirada llena de misericordia. Es el único camino. Comulgo. Como su carne y bebo su sangre para amar como Él ama. Eso me conmueve siempre. Ojalá pudiera mirar así la vida. Ver a Dios en todo lo que me sucede. En todas las personas con las que comparto el camino.
Hoy Jesús se parte para unir. “El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”
Se entrega para que todos seamos uno en el amor. Uno en Él. Somos un solo cuerpo en el Cuerpo de Jesús. Una sola alma en su misma Sangre. Formamos parte de su pan. Al beber del mismo vino nos hacemos uno en Dios. La misma carne, la misma sangre. Jn 17, 21: “Para que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en mí y Yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste”
Sólo haciéndolo así puede crecer en mi corazón el deseo de romperme por otros. Cuando me siento uno en Cristo. Cuando empiezo a sentir con otros como siente Jesús. Esa comunión es la que deseo. Para que otros tengan vida. Para que otros vean cómo nos amamos. Mientras tanto no me canso de comulgar. 
Quiero formar parte de un solo cuerpo. Esa es la comunión que desea el corazón. Vivir unido a muchos. Estar en comunión con todos. Unidos en un mismo Cristo. Es Él el que me une a todos y le da un mismo sentido a todo lo que hago. Unido en la diversidad. 
¡Cuánto valor tiene la comunión! Una fe viva que se hace carne. Un amor que me lleva a vivir en comunión con todos. No se trata de imponer un pensamiento único. A veces se confunde unidad con uniformidad. Y más bien lo que Jesús logra es la unidad en la diversidad. Eso lo hace posible el amor verdadero de Dios en mí.
Él me abre a mis hermanos que no piensan como yo. En ocasiones las ideas me separan de las personas. Me aíslo, me protejo de los que no piensan como yo. Creo entonces que sólo con los que piensan como yo es posible la comunión. Pero no es así. Jesús hace posible lo imposible. 
De Babel, donde el pecado confundió las lenguas y nadie se entendía. Hemos pasado en Pentecostés a una unidad obra del Espíritu Santo. Es la comunión un milagro de unidad. La comunión sucede al comulgar del mismo Jesús partido. Comulgar me une con toda la Iglesia que necesita la comunión como viático para el camino. 
Es alimento para el débil. Es medicina para el enfermo. La comunión me une a mis hermanos. Más allá de pensar de forma diferente estamos unidos en lo central, en Jesús. Él mantiene una unidad que parece imposible. La comunión hace posible la plenitud de la alianza sellada con Dios. 
María me abre el corazón de Jesús. Al comulgar lo hago unido a María. Ella abre la puerta para que Jesús entre. Quisiera construir la unidad con mis manos, con mi vida, con mi corazón. Me cuesta tanto unir… Es muy fácil separar, dividir, poner distancia entre unos y otros. Me alejo de los que no son como yo. 
¡Cuánto me cuesta creer en esa unidad en la diversidad! Me resulta difícil mirar con amor a aquel con el que no coincido. En la misma Iglesia. Habiendo comido el mismo pan. Es un milagro que no siempre sucede. Tengo que pedirlo. Mirarán cómo nos amamos. Si no ven ese amor no querrán estar cerca de Jesús. 
Hoy muchos cristianos no reflejan el amor de Jesús. Yo tampoco lo muestro cuando caigo en la crítica, en el desprecio, en el juicio. Cuando mis obras no son las de Jesús. Ni mis sentimientos. Cuando en lugar de unir separo, divido, creo distancias. 
Quiero construir puentes en lugar de muros. Es la única forma de unir en la diversidad. Un milagro de Pentecostés. Un milagro del pan único y partido en cada eucaristía.