martes, 20 de diciembre de 2016

7 claves para comprender la Carta Apostólica “Misericordia et Misera”


Santa Teresa de Lisieux nos ayuda a combatir la “tristeza navideña” ¿Cómo hizo la Pequeña Flor para gestionar las problemáticas de este periodo? Con lágrimas y una conversión total del corazón


Santa Teresa de Lisieux nos ayuda a combatir la “tristeza navideña”





Para muchas personas, el periodo navideño es muy complicado. No hablo de almas desdichadas que tienen buenos motivos para estar tristes – la pérdida de personas queridas, la salud delicada, la soledad -, sino de aquellos que se sienten tristes cuando la Navidad no les ofrece toda la gratificación personal que estaban buscando. Definen a lo que sienten “tristeza navideña”.
Al pensar recientemente en este hecho, recordé un episodio contado por santa Teresa de Lisieux en su espléndida autobiografía Historia de un Alma, sucedido la mañana de Navidad de 1886, cuando Teresa tenía casi 13 años.
Su familia tenía una tradición para la vigilia de Navidad. Ponían los zapatos de los niños frente a la chimenea, y cuando se volvía de la misa de medianoche, los zapatos estaban llenos de regalos. Aquella Navidad, sin embargo, el padre de Teresa estaba enojado por algo, y ella le escuchó decir sobre la historia de los zapatos: “Gracias a Dios es la última vez que hacemos algo por el estilo”.
Teresa era una muchacha buena y pía, pero como admite ella misma, era también extremadamente sensible. Explotaba a menudo en llanto, y cuando se le decía que parara, lloraba aún más. Las palabras del padre la hirieron mucho. Cuando subió para quitarse el sombrero, la hermana mayor, Céline, comprendiendo la situación, le dijo: “No bajes. Tomar los regalos de tus zapatos te pondrá aún peor”.
Sin embargo, escribe: “Teresa ya no era la misma muchacha. Jesús la había cambiado. Habiéndome calmado del llanto, bajé y tomé mis zapatos. Saqué mis regalos mostrando gran alegría. Papá rió y Céline pensó que estaba soñando… El amor llenaba mi corazón, me había olvidado de mí misma y, por lo tanto, era feliz”.
¿Qué había sucedido? Teresa dice simplemente que había recibido “la gracia de salir de la infancia”.
La mayor parte de nosotros no somos santos como Teresa de Lisieux, pero algunos han tenido experiencias no muy distintas de la suya. Un hombre que conozco escribió: “De niño pensaba en Navidad como en una ocasión para obtener cosas. Mis padres me lo habían enseñado sin querer. No habían crecido ambos en familias pudientes, y los regalos que se daban en Navidad cuando ellos eran niños eran muy pocos. Ahora, para compensar, prodigaban regalos para mí y mi hermana”.
“Esa manera de festejar Navidad me impresionó durante años. Visto que para mí Navidad significaba fundamentalmente la acumulación de cosas, en realidad no me hacía feliz. Luego, una Navidad entendí algo más”.
“En aquella época ya era padre yo también. Una de mis hijas estuvo enferma durante varios días, y al acercarse la Navidad empeoraba. Al final saltó la alarma. La puse en el coche y la llevé a urgencias”.
“Esperamos un buen rato, pero al final un doctor que la revisó descubrió que tenía un diente infectado que al dentista se le había escapado cuando la había visitado la semana anterior. Le dieron muchos antibióticos y analgésicos y la mandaron a casa, y pronto ya descansaba tranquila y se sentía mejor”.
“Ese año mi Navidad fue esa. En lugar de buscar sentirme mejor concentrándome en el intercambio de regalos, pasé el día buscando ayudar a alguien. Y ¿sabes algo? Fue bello. Fue una lección que no he olvidado”.
Como habría dicho santa Teresita, olvidarse de sí curó su tristeza navideña.
Russel Shaw es autor y coautor de 21 libros y numerosos artículos y críticas. Es miembro del cuerpo docente de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma y ex secretario de Asuntos Públicos de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos.








Santo Domingo de Silos – 20 de diciembre

«El nombre de este gran monje español está unido a uno de los monasterios benedictinos más conocidos; aún conserva el esplendor que él le confirió. Hizo refulgir en numerosas vías el carisma legado por su fundador, san Benito»

El inicio del siglo XI trajo a este mundo a otro de los grandes monjes que ha habido en la Iglesia. Une a su nombre una de las abadías más reconocidas no solo en España sino en el resto del mundo: la de Silos.
Nació el año 1000 en Cañas, La Rioja, España, localidad integrada entonces en el reino de Navarra, en una familia de rancio abolengo en sus raíces, aunque no poseían bienes materiales significativos. Acerca de sus progenitores los biógrafos subrayan la fe del padre; no de la madre. Fue un niño sensible, inteligente y maduro que ya a temprana edad crecía ávido de impregnarse del amor divino. Participaba con inmenso fervor en la liturgia y albergaba la idea de consagrar su vida. Pero en la adolescencia tuvo que dejar aparcados sus estudios y ponerse a trabajar como pastor. Mientras cuidaba del ganado, elevaba su espíritu a Dios en oración y ejercitaba su caridad con los peregrinos y pobres que transitaban por allí camino de Santiago de Compostela; Dios bendecía sus rasgos de generosidad con extraordinarios prodigios.
Permaneció ocupado en el pastoreo durante cuatro años. Después, seguramente repuesta la economía familiar, con la venia de sus padres comenzó a asistir al párroco y con él adquirió una valiosa formación de gran ayuda posterior en su vida sacerdotal. Culminados sus estudios eclesiásticos, y aunque ni siquiera había cumplido 26 años, el obispo de Nájera, don Sancho, lo ordenó sacerdote porque sin duda calibraría sus excelsas virtudes de las que ya se hacían eco en muchos lugares. Después de difundir el evangelio predicando con ardor, y de consolar y socorrer a enfermos y necesitados, buscó cobijo a sus anhelos contemplativos, y eligió como morada lugares inhóspitos en los que la huella del hombre no se prodigaba.
Partió sin conocimiento de los suyos. Su liviano equipaje estaba compuesto por textos de temática religiosa. Y durante año y medio vivió experiencias que nunca confió a nadie, pero que debieron marcar profundamente su espíritu. Era un gran asceta, dado a la penitencia y a las mortificaciones; lidió ardua batalla contra tendencias que surgían de su interior y también hizo frente a las externas, todo lo cual acentuó su unión mística con Dios.
Tras su paso por este desierto, en 1030 recaló en el monasterio benedictino de San Millán de la Cogolla (La Rioja) se cree que buscando una mayor perfección espiritual, vinculado por el voto de obediencia. El ora et labora néctar de la regla otorgada por san Benito impregnaba intensas jornadas en las que iba creciendo, formándose a conciencia. El códice de San Millán era una de las obras principales que consultaba, y a través de él se familiarizó con los textos conciliares. Fue estudioso del monje Esmaragdo, compañero de san Benito y autor de su biografía. Ejemplar en su vivencia del carisma benedictino, Domingo fue designado «maestro de jóvenes», y las nacientes vocaciones tuvieron en él un testimonio vivo del amor a Cristo y a su Iglesia. Ejercitó la prudencia, la caridad, la humildad y obediencia, entre otras virtudes, que suscitaron la estima de la mayoría de sus hermanos. Otros –los menos– le envidiaban y efectuaban comentarios maliciosos que ponían en duda su virtud; restaban valor a su obediencia juzgando que estaba condicionada por los honores y reconocimientos que recibía.
El abad le envió a Santa María de Cañas en calidad de prior. Y Domingo convirtió aquel lugar ruinoso y desamparado en un admirable monasterio, que fue rentable desde el punto de vista económico y cultural, así como de incuestionable riqueza espiritual; trajo consigo numerosas vocaciones. Una trama de ambiciones e intereses, en la que se mezcló la debilidad de un nuevo abad, don García, plegado a las exigencias del monarca, hizo que este monasterio se encaminase a la deriva. Domingo defendió con brío su religioso feudo, y ello supuso su destierro, pero no venció su espíritu. «Puedes matar el cuerpo y a la carne hacer sufrir, pero sobre el alma no tienes ningún poder. El Evangelio me lo ha dicho, y a él debo creer que solo al que al infierno puede echar el alma, a ese debo temer», respondió al rey de Navarra.
En 1041 el rey don Fernando le concedió retirarse a una ermita. Cerca estaba el monasterio de San Sebastián de Silos, que se hallaba prácticamente abandonado. La restauración que hizo Domingo, a petición del monarca que se lo confió con la anuencia del Cid Campeador, fue excepcional. De este lugar que iba a quedar vinculado a su nombre, fue nombrado abad. Cuidó de sus hermanos con exquisita caridad en sus necesidades espirituales y materiales, atendiendo también las carencias de las gentes del entorno.
En 1056 inició las obras de restauración del que sería uno de los máximos exponentes del románico castellano, y simultáneamente impulsó la biblioteca, creó una escuela monástica y otra de miniaturistas y copistas, tuteló la liturgia, etc. Confirió al monasterio un esplendor que aún perdura, y todo en medio de muchas pruebas ante las que actuó con serenidad, prudencia y templanza, confiando siempre en Dios. A su paso brotaban las vocaciones. Fue un gran embajador y amigo de reyes. Recibió, entre otros, los dones de profecía y milagros. Murió el 20 de diciembre de 1073. Fue canonizado en 1234 por Gregorio IX.

¿Qué se hizo de la cuna del Niño Jesús? Sorpresa, ¡no está en Belén!

La “Sagrada Cuna”, aunque muchos podrían pensar que se encuentra en Belén, en realidad se encuentra en la actualidad en Roma, en la Basílica de Santa María la Mayor, y aquí contamos su historia que data de los años del Concilio de Éfeso en el 431.
Las reliquias o restos de la Cuna tienen especial valor mariano, por el hecho de ser “memoria” de la actuación virginal y materna de María: “Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,7).
Las madres palestinas solían poner al niño en una cuna de barro cocido (por supuesto, con la ropita necesaria), que podía apoyarse sobre un caballete (en forma de aspa) o simplemente colocarse en el suelo o en otro lugar.
De un objeto o “pesebre” semejante, habla Orígenes (año 248). “En Belén se muestra la gruta donde nació Jesús y el pesebre donde fue envuelto en pañales”.
San Jerónimo, que se encontraba en Belén desde el año 386, en una homilia detalla que el pesebre había sido de arcilla, pero que luego fue cambiado por uno de plata.
El santo se lamenta del cambio, pero también reconoce y agradece la devoción de los fieles, aunque él preferia el pesebre anterior, de arcilla.
En Belén, desde el siglo V, la “cuna”, de oro y plata, quedaba iluminada con lámparas. Los peregrinos tomaban tierra y polvo de la gruta como reliquias. Con el tiempo, en vez de tierra, también traían pedazos de madera.
Algunos tienen la hipótesis de que las reliquias de la cuna fueran enviadas por san Sofronio de Jerusalén, al Papa Teodoro I (642-649), de origen oriental, a consecuencia de las dificultades originadas por la invasión musulmana. Precisamente es en tiempos del Papa Teodoro, cuando la basílica se llama Sancta Maria ad Praesepe.
Como ya dijimos antes, el Papa Sixto V hizo colocar las reliquias de la Cuna bajo el altar de la capilla “sixtina”, construida con este objetivo.
En 1606, la Reina de España Margarita de Austria, ofreció un relicario de plata, que desapareció en los disturbios de 1797. Se encargó un nuevo relicario a modo de urna oval, de cristal y plata dorada parcialmente, a Giuseppe Valadier (1762-1839); era una oferta de la duquesa española Manuela de Villahermosa.
En esa urna, que es la actual, hay bajorrelieves del Pesebre, la adoración de los Magos, la Fuga a Egipto, la última cena. Sobre la urna, un niño Jesús, de oro puro, que bendice. Dos querubines, cada uno con un vaso de cristal, que custodia algunas reliquias (supuestamente, heno del pesebre y un fragmento del velo de María).
Cuna de Jesús 2
La restauración se inauguró en 1864 y allí se trasladó la reliquia de la Cuna. Después de la muerte de Pío IX, el Papa León XIII quiso erigir en el hipogeo una estatua orante de su predecesor, que había definido la Inmaculada en 1854.
Pio IX 2
Pio IX
Actualmente en la urna de la Cuna se conservan cinco listones de madera, en posición horizontal (uno de los listones no es auténtico). Con cuatro listones se puede montar un caballete para sostener una “cuna” de barro cocido, que era usual entre las mamás de Palestina, como hemos indicado más arriba.
La devoción a la Cuna es multisecular y manifiesta el deseo de imitar la humildad de Jesucristo y expresarle el propio amor, como en el caso de los santos más relacionados con esta devoción: san Carlos Borromeo, san Ignacio de Loyola, santa Brígida y san Cayetano de Thienne, entre tantos otros.
También es importante constatar la piedad o devoción, la veneración a la imagen de la Virgen llamada de “San Lucas” y, más recientemente, Salus Populi Romani. Una devoción tan querida por san Juan Pablo II y Papa Francisco a la que dedicaremos un artículo especial, contando esta antigua tradición tan querida por el pueblo romano.

¿Por qué se guarda en Santa María la Mayor de Roma?

La basílica dedicada a Santa María es un “santuario”, que puede considerarse como la “catedral” de la catequesis mariana primitiva y medieval. Quien entra en ella se encuentra arropado por huellas marianas que están ahí desde tiempos paleo-cristianos y también desde los inicios del segundo milenio.
Santa María la Mayor
Santa María Mayor, interno
La construcción y dedicación de la basílica de Santa Maria Mayor tuvo lugar a partir y como fruto del concilio de Éfeso (431), celebrado bajo el pontificado de Celestino I (422-432).
Su sucesor, el Papa Sixto III (432-440), que dedicó el templo a la “Virgen”, había sido enviado por el papa Celestino al concilio, siendo todavía diácono.
El concilio de Calcedonia (451) determinó posteriormente con más exactitud la terminología: en Cristo hay una sola persona (divina) en dos naturalezas (la divina y la humana).
En el contexto cultural histórico, la mentalidad helenística encontraba dificultad en aceptar la encarnación de la divinidad, salvando armónicamente humanidad y divinidad.
En Antioquía y Constantinopla se subrayaba la humanidad. En Alejandría (Egipto), la divinidad (espiritualidad). En Roma se prestaba más atención a la virginidad y maternidad de María.
Éfeso y Calcedonia muestran a María madre de la única persona divina del Verbo encarnado, con su doble naturaleza, divina y humana.
María Reina
Con el tiempo, la basílica fue cambiando el nombre, al principio se la llamaba Santa María del Pesebre, como nos muestran los indicios históricos y literarios donde se da a entender que el Papa Sixto III (432-440) instituyó en la primitiva basílica o junto a ella una especie de “gruta de la Natividad” del Señor, para celebrar la memoria del misterio de Belén.
Pero este “pesebre” no era una representación plástica del nacimiento del Señor por medio de figuras, puesto que esta plasticidad tiene lugar a partir del siglo XIII en tiempo de san Francisco de Asís.
Propiamente era un “oratorio” con altar propio y con algunos signos que hacían referencia a Belén, aun prescindiendo de la llegada de las reliquias de Belén.
En la biografía del Papa Sergio II (844-847) se habla de camera Praesepis, que el Papa hizo decorar y que estaba contigua a la basílica de la “Madre de Dios”, llamada también “Mayor”.
En relación con el título de “Liberiana”, la basílica tiene también, desde antiguo, el título de Santa Maria de las Nieves (ad nives), según una “leyenda” o “tradición” multisecular: “Me construirás una Iglesia en el lugar donde mañana encuentres nieve fresca”.
El prodigio al que la tradición atribuye el origen de Santa María la Mayor tiene lugar la noche anterior al clamoroso descubrimiento. Imaginen una nevada en Roma, a principios de agosto, pleno verano, hoy podría ser una broma del “clima-ficción”. Y no sería muy distinto en la Roma del fin del imperio.
Pero es lo que la Virgen comunica en sueños, al mismo tiempo, la noche del 4 de agosto del año 358 al Papa Liberio y a un tal Juan, patricio de la Urbe: una Iglesia donde mañana haya nieve fresca.
El patricio Juan la mañana del 5 corre donde el Papa para comunicarle la increíble visión nocturna y poco después la confirmación del milagro: la colina del Esquilino amanece blanca por una nevada de agosto.
En 1590, la llamada capilla “sixtina” suplantó a la capilla del Pesebre. El Papa Sixto V encomendó la construcción de esta capilla al arquitecto Domenico Fontana.
En la cripta, bajo el tabernáculo, se colocó el pesebre de Arnolfo de Cambio que fue construido en 1198-1216 por orden de Inocencio III y debido a la desaparición en el siglo XVI de algunas figuras del pesebre primitivo. Fontana hizo transportar (1589) en bloque el Pesebre de Arnolfo de Cambio, desmantelando la antigua capilla del Pesebre.
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La capilla “sixtina” (de Sixto V) tuvo como objetivo custodiar el Santísimo Sacramento y, en la cripta debajo del altar, las reliquias del Pesebre. Pesebre y Eucaristía, están, pues, relacionados.
El tabernáculo es monumental y reproduce la maqueta de la misma capilla. En el altar también quedan reproducidas algunas escenas de la Navidad.

Feria de Adviento: Semana antes de Navidad (20 dic.)


Libro de Isaías 7,10-14. 

Una vez más, el Señor habló a Ajaz en estos términos:
«Pide para ti un signo de parte del Señor, en lo profundo del Abismo, o arriba, en las alturas».
Pero Ajaz respondió: «No lo pediré ni tentaré al Señor.»
Isaías dijo: «Escuchen, entonces, casa de David: ¿Acaso no les basta cansar a los hombres, que cansan también a mi Dios?.
Por eso el Señor mismo les dará un signo. Miren, la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emmanuel.

Salmo 24(23),1-2.3-4ab.5-6. 
Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella,
el mundo y todos sus habitantes,
porque El la fundó sobre los mares,
Él la afirmó sobre las corrientes del océano.

¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor
y permanecer en su recinto sagrado?
El que tiene las manos limpias
y puro el corazón;

él recibirá la bendición del Señor,
la recompensa de Dios, su Salvador.
Así son los que buscan al Señor,
los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.



Evangelio según San Lucas 1,26-38. 
El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,
a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".
María dijo al Ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?".
El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios".
María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el Ángel se alejó.