sábado, 10 de marzo de 2018

40 días de camino

Vivo en el mundo de los 'enredos': prisas, agobios, problemas y conflictos, miles de relaciones fugaces, ando cargado de trabajos, estudios y compromisos… tengo la sensación de que el mundo va una velocidad de vértigo que me supera. Me doy un respiro. Paro, me siento, y comienzo a tomar conciencia de mi propia confusión y caos. Se me van abriendo los ojos y me pregunto: ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Hacia dónde voy? ¿Dónde me lleva este ritmo de vida? Y empiezo a despertar como de un sueño. De nuevo, surge el deseo de reorientar mi vida.
Y descubro que toda esta experiencia no es nueva, no es la primera vez que me pasa. Mi historia está llena de caídas y nuevos intentos. Pero no desespero. Porque es Él, ese Dios que siempre está ahí, quien me trata como un maestro de escuela trata a un niño: enseñándome. Y me enseña que mi vida es un camino: que cada caída, crisis, enredo es una oportunidad para vivir de forma más auténtica; que es Él quien sigue dando continuidad a mi historia; que es su pedagogía, a veces extraña, la que me convierte, desbloquea, ilusiona y me impulsa a seguir haciendo camino. Un camino que, al andarlo, me abre a nuevos horizontes. Un camino, mi camino… que quiero seguir aprendiendo…

Si haces sólo una cosa esta Cuaresma, recuerda tu muerte


No prestarle atención no hará que desaparezca

Un salvador que se limita a hacernos la vida más fácil es un bálsamo y un alivio. Pero un salvador que nos juzga al final de nuestras vidas y que nos salva de la muerte es una figura más intensa. No es fácil integrar a este Jesús en una vida distraída.
Quizás es por eso que la práctica espiritual de recordar la propia muerte ha declinado en popularidad.
En la cultura de hoy hay una aparente falta de concentración en la preparación para el final de la vida de uno mismo.
Incluso entre muchas personas de fe, el cristianismo se ha convertido en un mero camino hacia una mayor simplicidad, comodidad y calma.
Algunos se importunan ante la idea de que los caminos de Dios no son siempre nuestros caminos (ver Isaías 55,8-9). Se niegan a someter sus vidas —en especial sus opiniones, planes y deseos— a Dios.
Las personas no toleran el misterio estos días. Cualquier cosa que implique incomodidad u oscuridad no es bien recibida.
La muerte es uno de esos elementos que rechaza la sociedad moderna. La muerte rodea, impregna y habita en gran parte de la cultura actual, pero rara vez es confrontada y casi nunca se habla de ella. Y, cuando sí se trata o habla, a menudo es minimizada o reducida a realidades materiales.
La muerte no es un tema popular ni siquiera entre personas religiosas cuyas vidas deberían reflejar su esfuerzo por alcanzar al paraíso (ver Filipenses 3,13).
Con frecuencia se enfatizan otros aspectos de la fe mientras que la muerte se deja como algo que hay que atender muy al final de la vida.
Sin duda, la muerte es un espectro aterrador, una paradoja deslumbrante, un abismo espantoso. No es de extrañar que las personas deseen ignorarla. Sin embargo, no prestarle atención no hará que desaparezca.
Los cristianos en particular están llamados a meditar sobre la muerte —quizás la realidad más aterradora de la existencia humana— no porque los humanos tengamos la fortaleza de enfrentarnos a la muerte, sino porque tenemos un salvador.
El Eclesiástico fomenta esta práctica espiritual fundamental de recordar la propia muerte: “En todas tus acciones, acuérdate de tu fin y no pecarás jamás” (7,36).
San Benito consideraba esta práctica tan importante que la incluyó en su Regla para los monasterios, escrita en el siglo VI: “Tener cada día presente ante los ojos a la muerte” (IV.47).
La imitación de Cristo —posiblemente el clásico cristiano más leído después de la Biblia— incluye toda una sección sobre la importancia de la meditación sobre muerte de uno mismo.
Comprensiblemente, muchas personas temen incorporar la práctica de recordar la muerte en sus vidas. Pero el miedo a meditar sobre la muerte evita perder el miedo a la muerte.
Los primeros padres de la Iglesia ponen bastante énfasis en que la meditación sobre la muerte es necesaria para poder pensar en ella de forma cristiana. La fe cristiana no significa nada si no afecta a la forma en que vemos la muerte.
¡Cristo transformó la muerte! La muerte para el cristiano no es aniquilación ni desesperación, sino más bien un paso hacia los brazos amantes de un salvador.
La Cuaresma es un tiempo perfecto para empezar con la práctica de recordar la propia muerte. El Miércoles de Ceniza centra nuestra atención de inmediato en la muerte cuando se traza en nuestra frente la cruz: la herramienta de muerte que se convirtió en herramienta de nuestra salvación.
Las palabras que dice el sacerdote o ministro están inspiradas en las palabras que Dios dijo a Adán y Eva después de su primer pecado: “Porque eres polvo y al polvo volverás” (ver Gn 3,19).
En latín, la misma frase se lee: “Memento, homo quia pulvis es, et in pulverem reverteris”. Una forma más corta de decirlo es “memento mori” o “recuerda tu muerte”. Estas palabras —memento mori— iluminan toda la temporada penitencial de la Cuaresma.
Los cristianos necesitan un salvador porque no somos más que polvo y ceniza. Necesitamos un salvador porque la única persona que puede salvarnos de la muerte es Jesucristo, que es la Vida misma.
En el tiempo de Cuaresma, mientras meditamos sobre los misterios centrales de la fe, el misterio de la muerte —transformado por la Cruz— es un punto magnífico en el que empezar.

El Papa Francisco establece la memoria de “María, Madre de la Iglesia"

A través de un Decreto de la Congregación para el Culto Divino, el Vaticano ha establecido que la memoria de la “Virgen María, Madre de la Iglesia” se celebre cada año el lunes siguiente a Pentecostés.
“El Sumo Pontífice Francisco, considerando atentamente que la promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad mariana, ha establecido que la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, sea inscrita en el Calendario Romano el lunes después de Pentecostés y sea celebrada cada año”, dice el documento.
En el decreto, la misma Congregación señala que “esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos”.
“Tal memoria deberá aparecer en todos los Calendarios y Libros litúrgicos para la celebración de la Misa y de la Liturgia de las Horas: los respectivos textos litúrgicos se adjuntan a este decreto y sus traducciones, aprobadas por las Conferencias Episcopales, serán publicadas después de ser confirmadas por este Dicasterio. Donde la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, ya se celebra en un día diverso con un grado litúrgico más elevado, según el derecho particular aprobado, puede seguir celebrándose en el futuro del mismo modo”.
A continuación, el texto completo del Decreto:
CONGREGATIO DE CULTO DIVINO ET DISCIPLINA SACRAMENTORUM
DECRETO
sobre la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, en el Calendario Romano General
La gozosa veneración otorgada a la Madre de Dios por la Iglesia en los tiempos actuales, a la luz de la reflexión sobre el misterio de Cristo y su naturaleza propia, no podía olvidar la figura de aquella Mujer (cf. Gál 4,4), la Virgen María, que es Madre de Cristo y, a la vez, Madre de la Iglesia.
Esto estaba ya de alguna manera presente en el sentir eclesial a partir de las palabras premonitorias de san Agustín y de san León Magno. El primero dice que María es madre de los miembros de Cristo, porque ha cooperado con su caridad a la regeneración de los fieles en la Iglesia; el otro, al decir que el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del Cuerpo, indica que María es, al mismo tiempo, madre de Cristo, Hijo de Dios, y madre de los miembros de su cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Estas consideraciones derivan de la maternidad divina de María y de su íntima unión a la obra del Redentor, culminada en la hora de la cruz.
En efecto, la Madre, que estaba junto a la cruz (cf. Jn 19, 25), aceptó el testamento de amor de su Hijo y acogió a todos los hombres, personificados en el discípulo amado, como hijos para regenerar a la vida divina, convirtiéndose en amorosa nodriza de la Iglesia que Cristo ha engendrado en la cruz, entregando el Espíritu. A su vez, en el discípulo amado, Cristo elige a todos los discípulos como herederos de su amor hacia la Madre, confiándosela para que la recibieran con afecto filial.
María, solícita guía de la Iglesia naciente, inició la propia misión materna ya en el cenáculo, orando con los Apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14). Con este sentimiento, la piedad cristiana ha honrado a María, en el curso de los siglos, con los títulos, de alguna manera equivalentes, de Madre de los discípulos, de los fieles, de los creyentes, de todos los que renacen en Cristo y también «Madre de la Iglesia», como aparece en textos de algunos autores espirituales e incluso en el magisterio de Benedicto XIV y León XIII.
De todo esto resulta claro en qué se fundamentó el beato Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, para declarar va la bienaventurada Virgen María «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa», y estableció que «de ahora en adelante la Madre de Dios sea honrada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título».
Por lo tanto, la Sede Apostólica, especialmente después de haber propuesto una misa votiva en honor de la bienaventurada María, Madre de la Iglesia, con ocasión del Año Santo de la Redención (1975), incluida posteriormente en el Misal Romano, concedió también la facultad de añadir la invocación de este título en las Letanías Lauretanas (1980) y publicó otros formularios en el compendio de las misas de la bienaventurada Virgen María (1986); y concedió añadir esta celebración en el calendario particular de algunas naciones, diócesis y familias religiosas que lo pedían.
El Sumo Pontífice Francisco, considerando atentamente que la promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad mariana, ha establecido que la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, sea inscrita en el Calendario Romano el lunes después de Pentecostés y sea celebrada cada año.
Esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos.
Por tanto, tal memoria deberá aparecer en todos los Calendarios y Libros litúrgicos para la celebración de la Misa y de la Liturgia de las Horas: los respectivos textos litúrgicos se adjuntan a este decreto y sus traducciones, aprobadas por las Conferencias Episcopales, serán publicadas después de ser confirmadas por este Dicasterio.
Donde la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, ya se celebra en un día diverso con un grado litúrgico más elevado, según el derecho particular aprobado, puede seguir celebrándose en el futuro del mismo modo.
Sin que obste nada en contrario.
En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a 11 de febrero de 2018, memoria de la bienaventurada Virgen María de Lourdes.
Robert Card. Sarah Prefecto



¿Es normal un altar sin flores ni adornos?


Cómo se regula el uso de las flores en Adviento y otros tiempos particulares

Las flores son símbolo de la belleza y manifiestan la alegría, el clima de fiesta que acompaña a la liturgia.
En la Biblia la flor recuerda también la caducidad de nuestra vida (ver Isaías 40,6: “Todo hombre es como la hierba y toda su gracia es como una flor del campo”) y por tanto el paso de las estaciones.
Por esto deben ser renovadas y elegidas de forma que se muestre el recorrido del año litúrgico con las fiestas que lo caracterizan.
Con todo, sería mejor no colocarlas sobre el altar -el cual es símbolo de Cristo mismo y representa tanto la mesa como el lugar del sacrificio-, sino más bien alrededor. Esto es lo que prevé la última edición del Ordenamiento general de la Misa.
Resumo por tanto lo previsto por la normativa: ante todo, el altar debe ser adornado con moderación; las flores, además, se deben usar de forma moderada, disponiéndolas no encima sino alrededor del altar.
De hecho, sobre la mesa sólo se puede disponer lo necesario para la misa: el Evangeliario hasta la proclamación del Evangelio; el cáliz con la patena, la píxide, si es necesaria, el corporal, el purificatorio, la palia y el Misal a partir de la ofrenda.
Respecto a las flores, se prevé que, en el tiempo de Adviento, el altar se adorne con la discreción propia de este tiempo, evitando anticipar la alegría plena de la Navidad.
En Cuaresma, en cambio, está prohibido adornar el altar con flores, con excepción del domingo Laetare (IV de Cuaresma), las solemnidades y las fiestas.
Por Antonio Rizzolo, artículo publicado en la revista italiana Credere

Sábado de la tercera semana de Cuaresma


Libro de Oseas 6,1-6. 

«Vengan, volvamos al Señor: él nos ha desgarrado, pero nos sanará; ha golpeado, pero vendará nuestras heridas.
Después de dos días nos hará revivir, al tercer día nos levantará, y viviremos en su presencia.
Esforcémonos por conocer al Señor: su aparición es cierta como la aurora. Vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia de primavera que riega la tierra».
¿Qué haré contigo, Efraím? ¿Qué haré contigo, Judá? Porque el amor de ustedes es como nube matinal, como el rocío que pronto se disipa.
Por eso los hice pedazos por medio de los profetas, los hice morir con las palabras de mi boca, y mi juicio surgirá como la luz.
Porque yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos.

Salmo 51(50),3-4.18-19.20-21ab. 
¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!

Los sacrificios no te satisfacen;
si ofrezco un holocausto, no lo aceptas:
mi sacrificio es un espíritu contrito,
tú no desprecias el corazón contrito y humillado.

Trata bien a Sión, Señor, por tu bondad;
reconstruye los muros de Jerusalén.
Entonces aceptarás los sacrificios rituales
-las oblaciones y los holocaustos-.



Evangelio según San Lucas 18,9-14. 
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".