jueves, 17 de noviembre de 2016

¿Por qué me da miedo la muerte si creo en la resurrección? Tal vez cuando el corazón se acomoda pensamos que el cielo puede esperar


¿Por qué me da miedo la muerte si creo en la resurrección?



La muerte siempre asusta. Es el final del camino. Es la despedida definitiva. Nos turba el hecho de no saber qué habrá al otro lado. Miedo a morir sin despedirnos. Miedo a quedarnos solos y perder a nuestros seres queridos.
El cristiano teme la muerte. Conoce la resurrección, pero teme la muerte. Lo veo todos los días. Lo veo en mí mismo. El miedo a la enfermedad. El miedo al sufrimiento. El miedo a perder a los que amamos. Amamos mucho la vida en la tierra. Y pensamos que el cielo puede esperar.
Somos cristianos, creemos en la vida eterna, creemos en el amor de Dios para siempre, pero nos turba la muerte.
Los mártires estaban dispuestos a morir antes que negar a Dios. Dispuestos a dar la vida antes de dejar que su fe desapareciera. Fueron fieles hasta el final. Hoy sigue habiendo mártires. Sigue habiendo cristianos perseguidos. Ellos no dudan de la vida eterna.
Pero tal vez, cuando el corazón se acomoda, pensamos que el cielo puede esperar. Queremos saborear hasta el final la vida que se nos regala. Tememos la muerte. No queremos dejar de vivir.
Y además surgen las preguntas: ¿Estaré en el cielo con aquellos a quienes amo? ¿Tendrá que ver mi vida eterna con mi vida temporal de ahora? El cielo siempre se nos presenta lleno de preguntas y enigmas. No tenemos todas las respuestas.
El otro día me hablaban de las experiencias cercanas a la muerte. Personas que han estado a punto de morir y relatan lo que han visto en ese momento de luz y de paz. Para algunos son una demostración palpable de la existencia del cielo. Para otros son sólo producto de la imaginación.
Lo cierto es que esa certeza posible tampoco me da paz suficiente frente a la muerte. No quiero morir. La vida me gusta. El hoy, el aquí, el ahora. El amor con ansia de eternidad. Pero el amor concreto en el que trascurren mis días. Ese amor me hace soñar con el cielo. Porque, como decía G. Marcel: “Amar a una persona es decirle: – Tú no morirás jamás”.
Y ese no morir para siempre sucede en el cielo. Tiene que ver con una vida para siempre. Pero aun así no pierdo el temor ante la muerte. El temor a quedarme solo en la tierra sin las personas a las que amo. El temor a cruzar solo el umbral de la muerte. El temor a no poder hacer nada más. El tiempo se acaba.
Ante la muerte sufro. Porque no acabo de ver, de entender, de saber. Y mi fe me dice que no tema, que confíe. Que espere a ese Dios al que quiero. Lo he oído tantas veces… Yo mismo lo pronuncio. Para dar esperanza. Para que otros no teman. Pero yo mismo ante la muerte, ante el futuro incierto, ante la enfermedad posible, tiemblo y temo. Como si no creyera.
Nos pasa a los cristianos tantas veces. No nos alegramos con el cielo. Preferimos una religión que nos hable de hoy. De cómo enfrentar la vida. De cómo amar en presente. Pero me cuesta el salto inmenso que abarca el infinito. El adiós para siempre aunque sea un hasta luego.
Ante la muerte surge siempre de nuevo la pregunta: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Estoy viviendo como quiero vivir? ¿Estoy amando y me siento amado? Son las preguntas que encierran una semilla de eternidad.
Una persona rezaba mirando a Dios: “No sé bien qué contienen las palmas de tus manos. Qué infinitos esconden las aguas de tus mares. No sé cuánto silencio habita hoy en tu pecho. Cuánto infinito ocultan las hondas de tu alma. No sé bien cuánto mar hará falta en el cielo. No sé bien qué contienen las aguas de tus mares. No sé si tantas playas abrazan lo infinito. Si en tu barca los mares llenan toda mi vida. Si al tenerte en mis brazos calmo la sed eterna. Solo sé que navego por mares que no entiendo. En cascadas de luz, de silencio, de amores. No sé bien cómo hacer para llenar el ancho abismo que separa mis aguas de tus aguas. Lentamente me adentro en la vida que intuyo, a ciegas, sordo y mudo. Con ojos inocentes, con palabras calladas. Apenas sé si todo este amor que sostengo llena todo ese cielo que sueñan mis entrañas”. 
Es la mirada del corazón que anhela. Del alma que desea. De la vida aún no plena que quiere ser eterna.

Santa Isabel de Hungría – 17 de noviembre

«Princesa de Hungría, landgrave de Turingia. Joven esposa, madre y viuda. El rostro de la ternura hacia los enfermos y los pobres. Patrona de la Tercera Orden franciscana, de Bogotá y de las enfermeras españolas, entre otras»

Saint Elisabeth of Hungary

El 17 de noviembre de 2007 Benedicto XVI dio inicio al año internacional dedicado a esta santa que vivió experiencias intensísimas de amor y de dolor en su corta existencia. Es muy venerada y querida. Patrona de la Tercera Orden franciscana, de Bogotá, de las enfermeras españolas, de las niñas y mujeres alemanas, proclamación esta última efectuada por León XIII. Ostenta el patronazgo de la Orden Teutónica, junto a María y a san Jorge. Tiene dedicadas numerosas iglesias y capillas, y el arte ha multiplicado su imagen y milagros. Su primera biografía la publicó en 1237 el cisterciense Cesáreo de Heisterbach y han seguido proliferando otras muchas.
Nació en 1207, puede que en el castillo de Sàrospatak, Hungría; no hay más datos. Era hija del monarca Andrés II, dueño de gran fortuna, y de Gertrudis de Andechs-Merania descendiente de reyes; tenía dos hermanos prelados. En el árbol genealógico de Isabel había ejemplos de excelsa virtud. Santa Eduvigis de Silesia fue su tía materna, y lazos de sangre la vinculaban a santa Isabel de Portugal. Además, su propia hija Gertrudis, abadesa de Altenberg, es beata. Acordado su matrimonio por razones de estado cuando tenía 4 años, con Hermann, hijo del landgrave de Turingia, la trasladaron allí para instruirla; era la costumbre.
Enseguida se desencadenaron trágicos acontecimientos. En 1213 su madre fue asesinada, en 1216 murió su prometido y al año siguiente lo hizo el landgrave, que le profesaba gran afecto. Entonces quedó en manos de Sofía Wittelsbach de Baviera, la segunda esposa de éste. Tanto a ella como a Hermann les agradaba la cultura haciendo de la corte un escenario perfecto para artistas y poetas. Entre tanto, Isabel había dado muestras de piedad, una tendencia muy marcada a ejercer la caridad y alejamiento de los oropeles de palacio. Implicada en un entramado político, aunque estaba muy lejos de conflictos, se decidió que regresara a su país, pero Luís IV, nuevo landgrave tras la muerte de su padre, que había tenido ocasión de tratarla en palacio, se desposó con ella en 1221.
La idílica compenetración entre ambos sembró sus vidas de inenarrable felicidad. Isabel había hallado en Luís su alma gemela, un hombre generoso, desprendido de sí mismo, que respetó en todo momento sus intensas prácticas de oración y piedad. Velaba sus noches de vigilia de forma solícita teniendo cuidado de que las penitencias de su esposa no minaran su salud. Y mostraba público reconocimiento hacia sus constantes gestos de caridad con los necesitados defendiéndola de las críticas que alguna vez llovieron sobre ella por parte de quienes no supieron apreciar su proverbial espíritu de pobreza y magnanimidad, que Dios bendecía ya con signos extraordinarios. La idea en la que se inscribe el momento en el que Isabel portaba panes para los pobres, asegurando que un desconfiado Luís le pidió que le mostrara lo que llevaba, y solo vio rosas, es fruto de la leyenda, como otras que se han tejido en torno a la santa.
Los nobles sentimientos que vinculaban a la pareja elevaban el espíritu de Isabel, que por encima de todo ansiaba unirse con Dios. «Si yo amo tanto a una criatura mortal, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?», confidenció a una de sus damas. Lo que vivía en su hogar junto al piadoso landgrave no era más que una simple imagen de ese otro amor con mayúsculas que ardía en su interior. Tuvieron tres hijos: Sofía, Gertrudis y Hermann, que murió en 1241. Gertrudis vino al mundo en 1227 al poco de fallecer su padre a causa de la peste cuando iba a embarcarse como cruzado junto al emperador Federico II. Isabel tenía 20 años cuando afrontó esta nueva tragedia que laceró su corazón: «El mundo con todas sus alegrías está ahora muerto para mí». 
Desde que los frailes se afincaron allí a finales de 1221 estaba vinculada a la espiritualidad franciscana. En 1223 comenzó a ser dirigida por ellos. Al enviudar la acompañaba en este itinerario Conrado de Marburgo. En aras de la obediencia que prometió, como tenía vía libre para hacer uso de sus bienes, siguió sembrando la estela de caridad entre los pobres. Con la excusa de que dilapidaba su fortuna siendo inepta para el gobierno, su cuñado Enrique Raspe la expulsó de la corte en pleno invierno. Buscó cobijo en un humilde granero. Y al clarear el alba se dirigió al convento de los franciscanos entonando a Dios un Te Deum en acción de gracias. Luego en Eisenach vivió en una modesta cabaña construida en la rivera del río, y continuó socorriendo a los pobres con el fruto de su trabajo: costura e hilado. Cuando su tía materna, abadesa de las benedictinas de Kitzingen, supo de sus penalidades, la confió a su hermano Eckbert, obispo de Bamberg. La idea de su tío era que Isabel contrajese nuevo matrimonio, pero ella se negó en aras de la promesa que hizo al enviudar.
Se afincó en el castillo de Pottenstein. A su tiempo, sus hermanos le restituyeron la dote y se estableció en Marburgo, seguida por su riguroso director espiritual. Su heroico ejemplo de caridad sería ya imborrable. Fue artífice de dos hospitales, en uno de los cuales, abierto en su castillo, procuró atención cotidiana a centenares de indigentes; el otro lo mandó erigir en la colina de Wartburg. En 1228, año en que tomó el hábito gris de los penitentes en la capilla de los franciscanos de Eisenach, impulsó un tercer hospital en Marburgo y allí sirvió a los enfermos, muchos de los cuales estaban aquejados de graves úlceras; lo hizo sin temer al contagio. Los pobres y los desvalidos, hospitalizados o no, en quienes siempre vio el rostro de Cristo, nunca cesaron de recibir sus tiernos consuelos. Ella misma, dando muestras de su amor al carisma franciscano, había hecho de la pobreza su forma de vida, desprendida de todo, hasta que murió con fama de santidad en Marburgo, presa de altas fiebres, la madrugada del 17 de noviembre de 1231. Gregorio IX la canonizó cuatro años después, el 27 de mayo de 1235, ante la presencia de miles de fieles, entre otros, el emperador Federico II. 

Jueves de la trigésima tercera semana del tiempo ordinario


Apocalipsis 5,1-10. 

Yo, Juan, vi en la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos.
Y vi a un Angel poderoso que proclamaba en alta voz: "¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?".
Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo.
Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo.
Pero uno de los Ancianos me dijo: "No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y él abrirá el libro y sus siete sellos".
Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra.
El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono.
Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos,
y cantaban un canto nuevo, diciendo: "Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones.
Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra".

Salmo 149(148),1-2.3-4.5-6a.9b. 
Canten al Señor un canto nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
que Israel se alegre por su Creador
y los hijos de Sión se regocijen por su Rey.

Celebren su Nombre con danzas,
cántenle con el tambor y la cítara,
porque el Señor tiene predilección por su pueblo
y corona con el triunfo a los humildes.

Que los fieles se alegren por su gloria
y canten jubilosos en sus fiestas.
Glorifiquen a Dios con sus gargantas;
ésta es la victoria de todos sus fieles.



Evangelio según San Lucas 19,41-44. 
Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella,
diciendo: "¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos.
Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes.
Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios".