sábado, 10 de diciembre de 2016

Tercer domingo de Adviento


Libro de Isaías 35,1-6.10. 

¡Regocíjese el desierto y la tierra reseca, alégrese y florezca la estepa!
¡Sí, florezca como el narciso, que se alegre y prorrumpa en cantos de júbilo! Le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Ellos verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios.
Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes;
digan a los que están desalentados: "¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios: él mismo viene a salvarlos!".
Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos;
entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. Porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa;
volverán los rescatados por el Señor; y entrarán en Sión con gritos de júbilo, coronados de una alegría perpetua: los acompañarán el gozo y la alegría, la tristeza y los gemidos se alejarán.

Salmo 146(145),7-10. 
El Señor hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
Abre los ojos de los ciegos

y endereza a los que están encorvados,
el Señor ama a los justos
y entorpece el camino de los malvados.
El Señor protege a los extranjeros

y sustenta al huérfano y a la viuda;
El Señor reina eternamente,
reina tu Dios, Sión,
a lo largo de las generaciones.


Epístola de Santiago 5,7-10. 
Tengan paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Miren cómo el sembrador espera el fruto precioso de la tierra, aguardando pacientemente hasta que caigan las lluvias del otoño y de la primavera.
Tengan paciencia y anímense, porque la Venida del Señor está próxima.
Hermanos, no se quejen los unos de los otros, para no ser condenados. Miren que el Juez ya está a la puerta.
Tomen como ejemplo de fortaleza y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor.

Evangelio según San Mateo 11,2-11. 
Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle:
"¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?".
Jesús les respondió: "Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven:
los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres.
¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!".
Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: "¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?
¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.
¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta.
El es aquel de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino.
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él. 

Cuando el sacerdote Joseph Ratzinger predijo el futuro de la Iglesia Lo emite un programa de radio alemana en 1969...

Cuando el sacerdote Joseph Ratzinger predijo el futuro de la Iglesia



No fingió ser capaz de predecir el futuro. No. Era demasiado sabio para eso. De hecho, moderó sus comentarios iniciales con la advertencia siguiente:
“Seamos, por consiguiente, prudentes con los pronósticos. Aún es válida la palabra de Agustín según la cual el ser humano es un abismo; nadie puede observar de antemano lo que se alza de ese abismo. Y quien cree que la Iglesia no está determinada sólo por ese abismo que es el ser humano, sino que se fundamenta en el abismo mayor e infinito de Dios, tiene motivos más que suficientes para abstenerse de unas predicciones cuya ingenuidad en el querer-tener-respuestas podría revelar sólo ignorancia histórica”.
Pero su época, inundada de peligros existenciales, cinismo político y desconcierto moral, estaba hambrienta de respuestas. La Iglesia católica, un faro moral en las turbulentas aguas de su tiempo, había pasado recientemente por ciertos cambios propios que tuvieron preguntándose, tanto a adeptos como a inconformistas: “¿Qué será de la Iglesia del futuro?”.

Y de esta forma, en 1969, se encontraba el sacerdote Joseph Ratzinger en una radio alemana respondiendo con sus reflexiones. Aquí están sus comentarios finales: 
Con esto hemos llegado a nuestro hoy y a la reflexión sobre el mañana. El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible. 
Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben más que las frases que son precisamente modernas. Por quienes pueden ver más que los otros, porque su vida abarca espacios más amplios.
La generosidad que libera a las personas se alcanza sólo en la paciencia de las pequeñas renuncias cotidianas a uno mismo. En esta pasión cotidiana, la única que permite al ser humano experimentar de cuántas formas diferentes, lo ata su propio yo, en esta pasión cotidiana y sólo en ella, se abre el ser humano poco a poco. Él solamente ve en la medida en que ha vivido y sufrido. Si hoy apenas podemos percibir aún a Dios, se debe a que nos resulta muy fácil evitarnos a nosotros mismos y huir de la profundidad de nuestra existencia, anestesiados por cualquier comodidad. Así, lo más profundo en nosotros sigue sin ser explorado. Si es verdad que sólo se ve bien con el corazón, ¡qué ciegos estamos todos!
¿Qué significa esto para nuestra pregunta? Significa que las grandes palabras de quienes nos profetizan una Iglesia sin Dios y sin fe son palabras vanas. No necesitamos una Iglesia que celebre el culto de la acción en oraciones políticas. Es completamente superflua y por eso desaparecerá por sí misma. Permanecerá la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho ser humano y que nos promete la vida más allá de la muerte. 
De la misma manera, el sacerdote que sólo sea un funcionario social puede ser reemplazado por psicoterapeutas y otros especialistas. Pero seguirá siendo aún necesario el sacerdote que no es especialista, que no se queda al margen cuando aconseja en el ejercicio de su ministerio, sino que en nombre de Dios se pone a disposición de los demás y se entrega a ellos en sus tristezas, sus alegrías, su esperanza y su angustia.
Demos un paso más. También en esta ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión. Como pequeña comunidad, reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros. 
Ciertamente conocerá también nuevas formas ministeriales y ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su profesión: en muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales homogéneos la pastoral se ejercerá normalmente de este modo. Junto a estas formas seguirá siendo indispensable el sacerdote dedicado por entero al ejercicio del ministerio como hasta ahora. Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un problema de estructura litúrgica.
Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. Le resultará muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada. Se puede prever que todo esto requerirá tiempo. 
El proceso será largo y laborioso, al igual que también fue muy largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en vísperas de la revolución francesa –cuando también entre los obispos estaba de moda ridiculizar los dogmas y tal vez incluso dar a entender que ni siquiera la existencia de Dios era en modo alguno segura– hasta la renovación del siglo xix. 
Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas.
A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, ya exánime, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.
La Iglesia católica sobrevivirá a pesar de los hombres y las mujeres, no necesariamente gracias a ellos. Y aun así, todavía nos queda trabajo por hacer. Debemos rezar y cultivar el autosacrificio, la generosidad, la lealtad, la devoción sacramental y una vida centrada en Cristo.
En 2007, se publicó Fe y futuro, un libro donde queda recogido al completo este discurso del padre Joseph Ratzinger.