sábado, 19 de noviembre de 2016

Papa Francisco a nuevos cardenales: Luchen contra el virus de la enemistad en el mundo Por Álvaro de Juana

El Papa pronuncia la homilía en el Consistorio. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa

Desde hoy la Iglesia Católica tiene 17 nuevos cardenales –13 de ellos con derecho a voto en el caso de que se celebrase un cónclave– procedentes de varias partes del mundo.
El Papa Francisco remarcó precisamente este dato y en su homilía les advirtió del peligro de dejarse alcanzar por la mundanidad que rechaza amar al prójimo tal y como es.
Los 13 nuevos cardenales con derecho a voto son: Mario Zenari, que permanece como Nuncio Apostólico en Siria. Nacionalidad italiana; Dieudonné Nzapalainga, Arzobispo de Bangui (República Centroafricana); Carlos Osoro Sierra, Arzobispo de Madrid (España); Sérgio da Rocha, Arzobispo de Brasilia (Brasil); Blase J. Cupich, Arzobispo de Chicago (Estados Unidos); Patrick D’Rozario, Arzobispo de Dhaka (Bangladesh); Baltazar Enrique Porras Cardozo, Arzobispo de Mérida (Venezuela); Jozef De Kesel, Arzobispo de Malines-Bruxelles (Bélgica); Maurice Piat, Arzobispo de Port-Louis (Isla Mauricio); Kevin Joseph Farrell, Prefecto del Dicasterio para Laicos, la Familia y la Vida (Estados Unidos); Carlos Aguiar Retes, Arzobispo de Tlalnepantla (México); John Ribat, Arzobispo de Port Moresby (Papúa Nueva Guinea); Joseph William Tobin, Arzobispo de Indianápolis (Estados Unidos).
Los 4 cardenales mayores de 80 años son: Anthony Soter Fernandez, Arzobispo Emérito de Kuala Lumpur (Malasia); Renato Corti, Arzobispo de Novara (Italia); Sebastián Koto Khoarai, Obispo Emérito de Mohale’s Hoek (Lesoto, África); P. Ernest Simoni, sacerdote de la archidiócesis de Shkodrë-Pult (Scutari - Albania).
En su homilía, el Papa Francisco recordó que la “nuestra es una época caracterizada por fuertes cuestionamientos e interrogantes a escala mundial”. “Nos toca transitar un tiempo donde resurgen epidémicamente, en nuestras sociedades, la polarización y la exclusión como única forma posible de resolver los conflictos”.
El Papa puso a continuación algunos ejemplos sobre esta realidad. “Vemos cómo rápidamente el que está a nuestro lado ya no sólo posee el estado de desconocido o inmigrante o refugiado, sino que se convierte en una amenaza; posee el estado de enemigo. Enemigo por venir de una tierra lejana o por tener otras costumbres. Enemigo por su color de piel, por su idioma o su condición social, enemigo por pensar diferente e inclusive por tener otra fe. Enemigo por… Y sin darnos cuenta esta lógica se instala en nuestra forma de vivir, de actuar y proceder”.
“Entonces, todo y todos comienzan a tener sabor de enemistad. Poco a poco las diferencias se transforman en sinónimos de hostilidad, amenaza y violencia”, indicó.
El Santo Padre aseguro que son muchas las heridas que “crecen por esta epidemia de enemistad y de violencia, que se sella en la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de esta patología de la indiferencia”.
“Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento se siembran por este crecimiento de enemistad entre los pueblos, entre nosotros. Sí, entre nosotros, dentro de nuestras comunidades, de nuestros presbiterios, de nuestros encuentros”.
El Papa cree que “el virus de la polarización y la enemistad se nos cuela en nuestras formas de pensar, de sentir y de actuar”. “No somos inmunes a esto y tenemos que velar para que esta actitud no cope nuestro corazón, porque iría contra la riqueza y la universalidad de la Iglesia que podemos palpar en este Colegio Cardenalicio”.
“Venimos de tierras lejanas, tenemos diferentes costumbres, color de piel, idiomas y condición social; pensamos distinto e incluso celebramos la fe con ritos diversos. Y nada de esto nos hace enemigos, al contrario, es una de nuestras mayores riquezas”.
El Evangelio que se proclamó fue el de Lucas en el que Jesús, en una parte del Sermón de la Montaña, pide a los discípulos amar al enemigo. Francisco explicó que “el llamado de los apóstoles va acompañado de este ‘ponerse en marcha’ hacia la llanura, hacia el encuentro de una muchedumbre que, como dice el texto del Evangelio, estaba ‘atormentada’".
“La elección, en vez de mantenerlos en lo alto del monte, en su cumbre, los lleva al corazón de la multitud, los pone en medio de sus tormentos, en el llano de sus vidas".
"De esta forma, el Señor les y nos revela que la verdadera cúspide se realiza en la llanura, y la llanura nos recuerda que la cúspide se encuentra en una mirada y especialmente en una llamada: ‘Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso’".
El Papa señaló que existen 4 imperativos o exhortaciones de Jesús hacia ellos: “Creo que en estos aspectos todos podemos coincidir y hasta nos resultan razonables”, dijo.
“Son cuatro acciones que fácilmente realizamos con nuestros amigos, con las personas más o menos cercanas, cercanas en el afecto, en la idiosincrasia, en las costumbres”.
Sin embargo, estas acciones tienen como destinatarios los “enemigos” y recordó las palabras exactas de Jesús: “amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman”.
“Y estas no son acciones que surgen espontáneas con quien está delante de nosotros como un adversario, como un enemigo. Frente a ellos, nuestra actitud primera e instintiva es descalificarlos, desautorizarlos, maldecirlos; buscamos en muchos casos ‘demonizarlos’, a fin de tener una ‘santa’ justificación para sacárnoslos de encima. En cambio, Jesús nos dice que al enemigo, al que te odia, al que te maldice o difama: ámalo, hazle el bien, bendícelo y ruega por él”.
Francisco reconoció que es aquí donde “radica la fuente de nuestra alegría, la potencia de nuestro andar y el anuncio de la buena nueva”.
“El enemigo es alguien a quien debo amar. En el corazón de Dios no hay enemigos, Dios tiene hijos. Nosotros levantamos muros, construimos barreras y clasificamos a las personas. Dios tiene hijos y no precisamente para sacárselos de encima”.
El Pontífice recordó que el amor de Dios es “amor de entrañas, un amor maternal / paternal que no las deja abandonadas, incluso cuando se hayan equivocado”.
“Nuestro Padre no espera a amar al mundo cuando seamos buenos, no espera a amarnos cuando seamos menos injustos o perfectos; nos ama porque eligió amarnos, nos ama porque nos ha dado el estatus de hijos”.
En definitiva, “saber que Dios sigue amando incluso a quien lo rechaza es una fuente ilimitada de confianza y estímulo para la misión. Ninguna mano sucia puede impedir que Dios ponga en esa mano la Vida que quiere regalarnos”.
El Pontífice concluyó su homilía recordando a los nuevos purpurados que “Jesús nos sigue llamando y enviando al ‘llano’ de nuestros pueblos, nos sigue invitando a gastar nuestras vidas levantando la esperanza de nuestra gente, siendo signos de reconciliación”.
“Como Iglesia, seguimos siendo invitados a abrir nuestros ojos para mirar las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de su dignidad, privados en su dignidad”, afirmó.
“Querido hermano neo Cardenal, el camino al cielo comienza en el llano, en la cotidianeidad de la vida partida y compartida, de una vida gastada y entregada. En la entrega silenciosa y cotidiana de lo que somos. Nuestra cumbre es esta calidad del amor; nuestra meta y deseo es buscar en la llanura de la vida, junto al Pueblo de Dios, transformarnos en personas capaces de perdón y reconciliación”.
“Querido hermano, hoy se te pide cuidar en tu corazón y en el de la Iglesia esta invitación a ser misericordioso como el Padre”, subrayó.


A continuación, el texto completo de la homilía:
Al texto del Evangelio que terminamos de escuchar (cf. Lc 6,27-36), muchos lo han llamado «el Sermón de la llanura». Después de la institución de los doce, Jesús bajó con sus discípulos a donde una muchedumbre lo esperaba para escucharlo y hacerse sanar.
El llamado de los apóstoles va acompañado de este «ponerse en marcha» hacia la llanura, hacia el encuentro de una muchedumbre que, como dice el texto del Evangelio, estaba «atormentada» (cf. v. 18). La elección, en vez de mantenerlos en lo alto del monte, en su cumbre, los lleva al corazón de la multitud, los pone en medio de sus tormentos, en el llano de sus vidas.
De esta forma, el Señor les y nos revela que la verdadera cúspide se realiza en la llanura, y la llanura nos recuerda que la cúspide se encuentra en una mirada y especialmente en una llamada: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (v. 36).
Una invitación acompañada de cuatro imperativos, podríamos decir de cuatro exhortaciones que el Señor les hace para plasmar su vocación en lo concreto, en lo cotidiano de la vida. Son cuatro acciones que darán forma, darán carne y harán tangible el camino del discípulo.
Podríamos decir que son cuatro etapas de la mistagogia de la misericordia: amen, hagan el bien, bendigan y rueguen. Creo que en estos aspectos todos podemos coincidir y hasta nos resultan razonables. Son cuatro acciones que fácilmente realizamos con nuestros amigos, con las personas más o menos cercanas, cercanas en el afecto, en la idiosincrasia, en las costumbres.
El problema surge cuando Jesús nos presenta los destinarios de estas acciones, y en esto es muy claro, no anda con vueltas ni eufemismos: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman (cf. vv. 27-28).
Y estas no son acciones que surgen espontáneas con quien está delante de nosotros como un adversario, como un enemigo. Frente a ellos, nuestra actitud primera e instintiva es descalificarlos, desautorizarlos, maldecirlos; buscamos en muchos casos «demonizarlos», a fin de tener una «santa» justificación para sacárnoslos de encima.
En cambio, Jesús nos dice que al enemigo, al que te odia, al que te maldice o difama: ámalo, hazle el bien, bendícelo y ruega por él.
Nos encontramos frente a una de las características más propias del mensaje de Jesús, allí donde esconde su fuerza y su secreto; allí radica la fuente de nuestra alegría, la potencia de nuestro andar y el anuncio de la buena nueva. El enemigo es alguien a quien debo amar.
En el corazón de Dios no hay enemigos, Dios tiene hijos. Nosotros levantamos muros, construimos barreras y clasificamos a las personas. Dios tiene hijos y no precisamente para sacárselos de encima. El amor de Dios tiene sabor a fidelidad con las personas, porque es amor de entrañas, un amor maternal/paternal que no las deja abandonadas, incluso cuando se hayan equivocado.
Nuestro Padre no espera a amar al mundo cuando seamos buenos, no espera a amarnos cuando seamos menos injustos o perfectos; nos ama porque eligió amarnos, nos ama porque nos ha dado el estatuto de hijos. Nos ha amado incluso cuando éramos enemigos suyos (cf. Rm 5,10).
El amor incondicionado del Padre para con todos ha sido, y es, verdadera exigencia de conversión para nuestro pobre corazón que tiende a juzgar, dividir, oponer y condenar. Saber que Dios sigue amando incluso a quien lo rechaza es una fuente ilimitada de confianza y estímulo para la misión. Ninguna mano sucia puede impedir que Dios ponga en esa mano la Vida que quiere regalarnos.
La nuestra es una época caracterizada por fuertes cuestionamientos e interrogantes a escala mundial. Nos toca transitar un tiempo donde resurgen epidémicamente, en nuestras sociedades, la polarización y la exclusión como única forma posible de resolver los conflictos.
Vemos, por ejemplo, cómo rápidamente el que está a nuestro lado ya no sólo posee el estado de desconocido o inmigrante o refugiado, sino que se convierte en una amenaza; posee el estado de enemigo. Enemigo por venir de una tierra lejana o por tener otras costumbres. Enemigo por su color de piel, por su idioma o su condición social, enemigo por pensar diferente e inclusive por tener otra fe. Enemigo por… Y sin darnos cuenta esta lógica se instala en nuestra forma de vivir, de actuar y proceder. Entonces, todo y todos comienzan a tener sabor de enemistad.
Poco a poco las diferencias se transforman en sinónimos de hostilidad, amenaza y violencia. Cuántas heridas crecen por esta epidemia de enemistad y de violencia, que se sella en la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de esta patología de la indiferencia.
Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento se siembran por este crecimiento de enemistad entre los pueblos, entre nosotros. Sí, entre nosotros, dentro de nuestras comunidades, de nuestros presbiterios, de nuestros encuentros. El virus de la polarización y la enemistad se nos cuela en nuestras formas de pensar, de sentir y de actuar.
No somos inmunes a esto y tenemos que velar para que esta actitud no cope nuestro corazón, porque iría contra la riqueza y la universalidad de la Iglesia que podemos palpar en este Colegio Cardenalicio. Venimos de tierras lejanas, tenemos diferentes costumbres, color de piel, idiomas y condición social; pensamos distinto e incluso celebramos la fe con ritos diversos. Y nada de esto nos hace enemigos, al contrario, es una de nuestras mayores riquezas.
Queridos hermanos, Jesús no deja de «bajar del monte», no deja de querer insertarnos en la encrucijada de nuestra historia para anunciar el Evangelio de la Misericordia. Jesús nos sigue llamando y enviando al «llano» de nuestros pueblos, nos sigue invitando a gastar nuestras vidas levantando la esperanza de nuestra gente, siendo signos de reconciliación.
Como Iglesia, seguimos siendo invitados a abrir nuestros ojos para mirar las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de su dignidad, privados en su dignidad.
Querido hermano neo Cardenal, el camino al cielo comienza en el llano, en la cotidianeidad de la vida partida y compartida, de una vida gastada y entregada. En la entrega silenciosa y cotidiana de lo que somos. Nuestra cumbre es esta calidad del amor; nuestra meta y deseo es buscar en la llanura de la vida, junto al Pueblo de Dios, transformarnos en personas capaces de perdón y reconciliación.
Querido hermano, hoy se te pide cuidar en tu corazón y en el de la Iglesia esta invitación a ser misericordioso como el Padre, sabiendo que «si hay algo que debe inquietarnos santamente y preocupar nuestras conciencias es que tantos hermanos vivan sin la fuerza, sin la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido que dé vida» (Exhort. ap. Evangelii Gaudium, 49).



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