domingo, 3 de julio de 2016

Someter a los demonios . Por Carmelo J. Pérez Hernández ·

Me dice una amiga periodista que un amigo suyo bien relacionado en el Vaticano le cuenta que la revolución del Papa Francisco se está quedando en gestos… y poco más. Ni ella ni yo estamos de acuerdo. Yo creo que cuando se trata de cambiar el ritmo al que late el corazón de un grupo de personas, las cosas van despacio. Mejor: las cosas van por dentro.
Y eso es lo que está pasando, creo. Que las cosas van por dentro. Por eso no todos lo notan, pero ya es imparable. Lo he dicho varias veces: Francisco es un eslabón más del entrañable amor que Dios siente por su Iglesia. Juan Pablo, Benedicto, Francisco. Estos recientes titanes han capitaneado un barco inmenso que empieza a entrar en velocidad de crucero. Los cambios profundos y acelerados, la arqueología teológica que se confundía con la pastoral, la cultura del mérito y la posesión, las vallas que compramos para ponerle coto al monte… Muchos demonios extraños habían plantado su tienda en medio del jardín.
“Os he dado fuerza para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno”, sonríe hoy Jesús en el Evangelio a aquellos 72 hombres a los que envío a hablar de Dios a sus hermanos. Digo bien: sonríe Jesús, que percibe que, como niños inexpertos, sus mensajeros vienen alucinando por cómo han sido capaces de devolver la paz hasta a los corazones más acartonados.
Lo mismo nos pasa ahora. De nuevo Dios sonríe con complacencia al vernos ilusionados –alucinando- con las palabras del Papa, con cada nuevo gesto de ternura, con cada golpe de timón, con la memoria agradecida a sus antecesores. Estamos fascinados porque Dios haya permitido disfrutar a esta generación de la que formamos parte de un golpe de autenticidad. Cuando la misericordia es el programa, muchos demonios han tenido que ser sometidos.
No todos. No pocos se revuelven. Incluso desde dentro de las almenas, que ahora son miradores en lugar de parapetos para la guerra. Muchos no entienden la dinámica de la alegría y el consuelo. No comprenden la teología de las buenas noticias. Se sienten desnudos sin castigos, sin amenazas, teniendo que acoger y cuidar al herido en lugar de echarle en cara su irresponsabilidad. Teniendo que acompañar, eso tan complicado, que exige acomodar el propio paso al ritmo del que se acompaña y, poco a poco, muy poco a poco, mostrarle otra forma de avanzar.
Someter demonios. No había mejor forma de contarlo. Que hay pocos seminaristas, que los catequistas son muy mayores, que siempre estamos los mismos en todo, que en algunos sitios decir que uno es cristiano es una heroicidad, que no hay relevo generacional… Y qué queríamos: convocar a la Humanidad a un eterno funeral, pagarle unas vacaciones en un valle de lágrimas, ¿y que nos lo agradeciera haciéndonos un monumento?
“Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz. Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Al verlo se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos florecerán como un prado. La mano del Señor se manifestará a sus siervos”. Uf, “vuestros huesos florecerán como un prado”. ¿Se puede decir más bonito cómo es la Iglesia que Cristo quiere? La expresión es del profeta Isaías, que en esto de las cosas bellas es un maestro.
Someter a los demonios. A los de dentro y a los de fuera. A los propios y los compartidos. Y vivir. Porque la vida es la excusa que Dios se inventó para encontrarse con nosotros. Vivir, no sobrevivir.

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