domingo, 8 de mayo de 2016

Sobra paciencia de la mala. Por Carmelo J. Pérez Hernández

No me llevo bien con la paciencia. Digamos que nunca la he entendido correctamente, o que no han sabido explicármela. Quienes me conocen suelen pensar de mí que no soy paciente. Y yo estoy de acuerdo con ellos; al menos, si por paciencia entendemos el ruinoso consejo de sentarse a esperar a que la vida pase y nos entregue lo que ansiamos. O no; y entonces, callar.
Pues en ese sentido, soy yo poco de esperar. Y para rizar aún más el rizo: lo contrario a la paciencia no es la precipitación, sino el desánimo. Así es como yo lo veo.
“Aguarden a que se cumpla la promesa”. “Esperen en la ciudad”. Son dos de las instrucciones que el Resucitado da a sus discípulos en aquellos primeros días en los que comenzó todo. Aguardar, esperar. Y yo defiendo que ambos mandatos nada tienen que ver con la paciencia. No creo que Jesús les esté animando a que dejen de buscar, a que ya no piensen más en todo lo que han vivido a su lado. No me parece que el Señor les esté invitando a sentarse a verlas venir bajo el sol de Jerusalén.
Creo, por el contrario, que la paciencia que les pide Jesús tiene que ver con que alimenten sus dudas, con que busquen debajo de las piedras si hace falta una explicación al misterio del crucificado, que es el resucitado. Creo que la paciencia según Dios significa ponerse en marcha, complicare la existencia, escalar montañas y bajar a simas insondables de la personalidad.
La paciencia, según Dios, es buscar. Es vivir en la esperanza de lo que está por venir o por descubrir. Job, el santo Job, al que muchos consideran “ejemplo de paciencia”, lo es todo menos paciente. No puede llamarse así a quien se enfrenta a Dios y le pide explicaciones por su terrible situación. Él, justo y amante de Yahvé, no merece tanta enfermedad y tamañas afrentas. Y se rebela contra Dios y le pide cuentas. Y luego, calla. Y espera. Con esperanza.
Yo creo que de eso se trata. Cuando Jesús, a quien hoy confesamos como el Señor de todo lo que existe en la Tierra y sobre ella, cuando Cristo pide a los discípulos que esperen todavía un poco más, les está provocando para que ahonden en el pozo de sus deseos, de sus carencias. Les está azuzando para que se miren por dentro, para que experimenten la fragilidad, el miedo, el sinsentido y, desde esa experiencia, aprendan a esperar. Comiencen a vivir de la esperanza, que no es otra cosa que la confianza en que Dios vela por nosotros, en que él está, siempre está.
Menos paciencia mal entendida, de la mala, y más vivir desde la esperanza. Nos iría mejor, seríamos más fieles a lo que Dios espera, estaríamos más abiertos a descubrir su rostro. El mundo sería mejor. Nosotros, los creyentes, lo haríamos un lugar más justo para todos. Sin vacíos consuelos, sin aberrantes miedos, sin innecesarias precauciones.

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