¿Qué es un «contingency plan»? Es un plan de respuesta ante catástrofes posibles e inevitables. Hay catástrofes que, con preverlas, uno las puede evitar. Hay otras que, aun previéndolas, no logramos sortear. Contra las primeras uno crea un plan para neutralizar los riesgos. Contra las segundas, si bien no se pueden evitar, sigue siendo útil crear un plan. Este plan no tendrá como fin evitar la catástrofe sino aminorar los daños de la misma y favorecer la recuperación posterior.
Un ejemplo lo podemos ver en los E.U.A. durante la guerra fría. Por un lado, el gobierno ponía todos los medios posibles para evitar una guerra nuclear. Por el otro, sin embargo, un guerra de tal naturaleza seguía siendo una posibilidad real. Así, el gobierno decidió también informar y preparar a la nación para que supieran cómo reaccionar en caso de un ataque nuclear. Idearon todo un plan de reacción que ciertamente no impediría la catástrofe, pero que sí ayudaría a hacerle frente de mejor manera.
De modo similar, en nuestra vida, hay una posible catástrofe que podría estar robándonos la paz. Me refiero a la posibilidad de perder la propia salud. Es una de esas desgracias que siempre llegan de modo inesperado. Así tengamos seguro de gastos médicos, así existan numerosos hospitales de alta calidad a nuestro alrededor, a nadie se le ocurre decir que ya está listo para afrontar una grave enfermedad. Es siempre una amenaza y no siempre se puede prever. ¿Qué hacer ante un peligro imprevisible de tanta seriedad?
Sin quererlo me topé en la Biblia con esto que se me ocurre proponer como «contingency plan» para la pérdida de la salud. Consta de cuatro fases que no necesariamente siguen un orden cronológico pero que sí se deben conservar en su orden de importancia. Está contenido en un brevísimo pasaje del Eclesiástico que me compartió un hermano legionario. Las cuatro fases corresponden a los cuatro versículos que en seguida transcribo:
9Hijo, en tu enfermedad, no seas negligente, sino ruega al Señor, que él te curará.
10Aparta las faltas, endereza tus manos, y de todo pecado purifica el corazón.
11Ofrece incienso y memorial de flor de harina, haz pingües ofrendas según tus medios.
12Recurre luego al médico, pues el Señor le creó también a él, que no se aparte de tu lado, pues de él has menester.
(Eclesiástico 38; 9-12)
Fase 1: “No seas negligente, ruega al Señor”
Lo primero es saber que no hay nada que escape al dominio del Señor. A esto, agregarle que el Señor es un Dios bueno. Es Aquél a quien Cristo nos enseñó a llamarlo Padre.
Si esto es así, tampoco la enfermedad escapa su dominio; es algo que Él permite. Y al igual que sucede con todo mal permitido por Dios, Él estará activamente buscando sacar un bien mayor de esa situación. Sin embargo ―y aquí entra nuestra parte―, para sacar tal bien quiere contar con nuestra colaboración.
Así, ese “no seas negligente, ruega al Señor…” hemos de tomarlo como una prescripción contra el desánimo y la desconfianza; contra la triste resignación. Una dura enfermedad es una dura prueba. Ante tal prueba hemos de cobrar ánimo en el Señor. Hemos de emprender el esfuerzo de la fe y el amor que implica rogar en serio al Señor y confiar en su poder. Este esfuerzo comienza tomándose la oración muy en serio.
Lo maravilloso es que con esto tenemos ya la batalla ganada. No significa que desaparecerá la enfermedad. Es un misterio la manera en que Dios concede sanaciones milagrosas a algunos y no a otros. Lo que sí es cierto es que implementando con seriedad y perseverancia esta primera fase de nuestro plan, saldremos de la prueba siendo mejores personas; mejores cristianos; mejores hijos de Dios; y seremos más felices por ello, tanto en el tiempo como en la eternidad.
Fase 2: “De todo pecado purifica el corazón”
Orar en serio es entrar en contacto con el Señor. Entre más nos acercamos a la luz, más nos pesa la oscuridad que hay en nosotros. Así, la segunda fase de nuestro plan implica dos cosas: 1)reconocer sinceramente ―descaradamente― nuestros propios pecados; 2)pedir confiadamente perdón a Dios por ellos.
Aquí me viene a la mente una idea del Papa Francisco: no se trata de pedir perdón por los pecados que haya podido haber cometido, sino reconocer los pecados que de hecho he cometido y pedir perdón por ellos. Evitar el condicional. Cuando se trata de reconocer los propios pecados, hay que ser descaradamente sinceros con nosotros mismos. Y si no lo tenemos muy claro, entonces hagamos con toda seriedad la siguiente oración: “Señor, apiádate de mí y concédeme reconocer mis pecados como pecados”.
En esta fase no basta la reflexión y la memoria. Hay que buscar la purificación del corazón. Para lo primero basta un poco de esfuerzo intelectual. Para lo segundo necesitamos de la gracia de Dios.
Fase 3: “Haz pingües ofrendas según tus medios”
Las graves enfermedades traen consigo fuertes sufrimientos y humillaciones. Ofrecidas con amor, podemos hacer de ellas agradables ofrendas al Señor. Así, además de dar un sentido a nuestros sufrimientos, les damos un valor salvífico. Cuando unimos nuestros dolores a Cristo, participamos de manera especial en su plan de salvación.
Ahora bien: hay de ofrendas a ofrendas. Las más agradables son las que conllevan más amor. En aguantar un dolor puede haber amor. En las Sagradas Escrituras, sin embargo, encontramos que hay otras ofrendas más agradables al Señor que los sacrificios. Menciono tres:
1)En el Evangelio de San Mateo, Jesús mismo cita al profeta Oseas que dice, «Misericordia quiero y no sacrificio» (Mt 9;13). Dios quiere la ofrenda de nuestro perdón hacia aquellos que nos han ofendido.
2) En el salmo 50 el Señor muestra cierto desprecio por los sacrificios de animales y al final dice: «El que ofrece sacrificios de acción de gracias me da gloria»(Salmo 50;23). ¡Cuánto amor hay en la gratitud cuando es sincera! Quien ama no deja de reconocer todo lo bueno que ha recibido de su amado ―así se encuentre en medio de una desgracia.
3) Por último, consideramos el salmo 51 en que dice el penitente: « El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias» (Salmo 51;19). La humildad es la verdad. Las dos ―humildad y verdad― son de sumo agrado al Señor. Reconocer la verdad de mi pobre ser, de mi radical necesidad de Dios, y ofrecer a Dios este humilde reconocimiento, es para Él una ofrenda agradable.
Fase 4: “Recurre al médico… pues de él has menester”
En esta fase encontramos una aplicación más del proverbio extra-bíblico más citado en los ambientes católicos: “a Dios rogando y con el mazo dando”. O dicho con palabras de San Agustín: “reza como si todo dependiera de Dios y trabaja como si todo dependiera de ti”.
En fin, cada quien use el lema que más le guste. Lo importante es servirnos de los medios humanos a nuestro alcance. Si Dios ha dispuesto que estén a nuestro alcance es para que hagamos uso de ellos. Si a través de estos medios quiere concedernos la salud, bendito sea Dios. Si no se logra el resultado esperado, la misma lucha ya es ganancia.
Apéndice: “Ellos (los médicos) también al Señor suplicarán”
Por último, agregamos los dos versículos que siguen al pasaje del Eclesiástico antes citado:
13Hay momentos en que en su mano [en la del médico] está la solución,
14pues ellos también al Señor suplicarán que les ponga en buen camino hacia el alivio y hacia la curación para salvar tu vida.
Estos no los incluí como parte del propio plan, pues dependen más del médico que del enfermo. No está demás, sin embargo, recordar a quien fuera el médico que la solución puede estar en sus manos y que no deje de pedir luz a Dios para que le guíe en sus servicio.
Recapitulando:
Fase 1: Rogar a Dios
Fase 2: Arrepentirse de los propios pecados
Fase 3: Ofrecer sacrificios agradables al Señor
Fase 4: Acudir al médico, pues el Señor lo creó también a él.
Y por parte del médico: recordar que la solución puede estar en sus manos y que pida luz al Señor.
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