Fulton Sheen tenía en su perrito un gran consuelo, y también inspiración
¿Qué tienen que ver los perros con la adoración a la Eucaristía? El obispo Fulton Sheen encontró una bella relación entre ellos un día en que se sentía desanimado y le costaba rezar.
Llevaba una temporada de sequía espiritual. Le parecía que sus tiempos dedicados a la oración no eran agradables a Dios.
Como otros días, el arzobispo estadounidense, actualmente en proceso de beatificación, fue a la capilla y se sentó. Pero no lograba decirle una sola palabra a Jesús.
Entonces se acordó de algo: su perro tampoco podía hablar, pero cuando él se sentaba en su sillón para leer el periódico, el animal se sentaba en el suelo junto a él. Y él se sentía acompañado.
Lo explica monseñor Josefino Ramírez en una de sus reeditadas Cartas a un hermano sacerdote, que recogen anécdotas y acontecimientos en torno a la Eucaristía como el de la niña china que murió por reparar una ofensa a la Eucaristía.
“Solo estando ahí, a su lado, el perro era para el obispo un gran consuelo y lo hacía muy feliz”, escribe monseñor Pepe, director espiritual del Apostolado Mundial de Fátima en la región de Manila y coordinador del Congreso Mundial de la Divina Misericordia en Asia.
“Mientras que el obispo pensaba en esto, recibió una inspiración de Dios –continúa-: el obispo Sheen era un gran consuelo y muy agradable al Señor por tan sólo estar ahí con Él en el Santísimo Sacramento, aunque como su perrito, no le decía nada a Jesús mientras permanecía junto a Él”.
Al recordarlo, el autor de la carta confiesa: “Yo también tengo un perrito. Y como es para mí un gran consuelo lo llamo amigo”.
Y explica que algo parecido le ocurrió a un sacerdote amigo suyo: “Estaba haciendo su hora santa en nuestra capilla de adoración perpetua. Era un día terriblemente caluroso y se sentía tan cansado y agobiado por el calor que no podía rezar”.
“Sólo permanecer en la capilla en su hora representaba un gran esfuerzo –relata-. Se preguntaba si esa hora tendría algún valor, cuando en ese momento entró un gatito blanco”. Aquel día, hacía tanto calor que alguien había dejado la puerta abierta.
“Al principio mi amigo pensó cuánto odiaba a los gatos –prosigue-. Luego observó cómo el gatito pasaba por cada uno de los bancos hasta llegar a la parte de atrás donde mi amigo estaba sentado. El gatito se paró, miró a mi amigo, puso su cabeza sobre su zapato como si fuera su almohada y se acostó a dormir”.
Puede parecer una tontería, pero él se emocionó porque el gatito había elegido descansar su cabeza sobre su zapato.
“Más tarde mi amigo oyó la siguiente inspiración tan fuerte como las campanas de la iglesia en domingo: si él que odia a los gatos estaba tan contento con uno que eligió estar con él, cuánto más encantado estará Jesús con nosotros, a los que ama infinitamente, cuando elegimos estar con Él”.
Y añade, para concluir su carta: “Mi amigo, al igual que el obispo Sheen, nunca más, se desanimó al sentir que no podía rezar. El solo hecho de estar allí, es una oración de fe, es creer realmente que Jesús está ahí. Es una oración de amor porque uno elige estar con aquellos a los que uno quiere, con los que uno verdaderamente ama”.
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