jueves, 12 de abril de 2018

Mi vida fue un infierno hasta que me confesé


me hablan de Jesús Sacramentado. Lo siento tan vivo, tan presente, que no tengo la mínima duda que Él está VIVO, en todos los sagrarios del mundo.
Sé y lo reconozco, no he sido el mejor amigo. En muchas ocasiones lo he ofendido. Y me siento tan mal. Me acuerdo a menudo, cuando hago la fila para confesarme, de aquellas palabras adoloridas de san Pablo:
“Puedo querer hacer el bien, pero hacerlo, no. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.” (Romanos 7, 18-19)
Casi con lágrimas en los ojos le repito una y otra vez:
“Perdóname Señor. Perdón”.
Salgo tan aliviado después de confesarme.
Sé que Jesús es quien me perdona, sé que, al escuchar al sacerdote, lo escucho a Él. Y, que, al salir de ese pequeño confesionario, Él habrá olvidado todo lo que hice mal.
“Jesús, te acuerdas de aquella vez que…”
“No Claudio, lo sé todo, pero tus pecados perdonados, los olvido tan fácilmente…”
Cuando alguien me pide un consejo para estos días Santos de la Cuaresma siempre les digo con una amable sonrisa:
“Una buena confesión sacramental ayuda mucho. Y si no puedes en este momento, un examen de conciencia, arrepentirse y dejar de ofender a Dios, también son de gran ayuda”.
He visto la gracia actuar y me impresiona.
Hace un tiempo se me acercó una persona que llevaba años sin confesarse con un sacerdote.
“No sé qué hacer”, me dijo. “Nada me satisface, ni el trabajo, ni la familia, ni el dinero… nada. Tengo como un vacío profundo y no sé cómo llenarlo”.
“Me parece que ese vacío es la ausencia de Dios”, le dije. “No puedes ser feliz si Dios no forma parte de tu vida, si no experimentas su presencia amorosa”.
“Y, ¿qué puedo hacer?”
Aquí le di la sugerencia a todos les doy:
“Empieza por una buena confesión sacramental con un sacerdote. En cualquier iglesia pregunta por el padre y le dices que deseas confesarte”.
A los días me lo volví a encontrar. Había olvidado nuestra charla anterior. Pero inmediatamente la sacó a relucir.
“Te veo feliz”, le comenté, “¿qué ha pasado?”
“Me confesé Claudio. Fue una experiencia maravillosa. Nunca imaginé que fuese tan sencillo. El buen sacerdote con amabilidad me recibió. Escuchó con paciencia todos mis pecados, me dio la absolución y unos consejos para retomar una vida de santidad grata a los ojos de Dios”.
Lo miré sorprendido. Él, que me decía tantas cosas y ahora estaba transformado.
Mi vida fue un infierno hasta que me confesé. Fue como dejar en ese confesionario bloques de concreto que cargaba sobre mi espalda. Me siento completamente aliviado y en Paz con Dios”.
En mi interior di gracias al buen Jesús por ser tan bondadoso y perdonarnos siempre, una y otra vez.
A mi amigo lo envié al sagrario.
“Anda, agradece a quien debes. Y cuando esté en su presencia por favor dile: “Claudio te manda saludos”.

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