viernes, 21 de octubre de 2016

¿Qué diferencia hay entre santos y beatos? ¿No son santas, aunque no se reconozcan, todas las personas acogidas en el cielo?


¿Qué diferencia hay entre santos y beatos?




La distinción que hace la Iglesia entre beatificación y santificación me parece inútil. Un Beato, reconocido oficialmente como tal, ¿no es ya Santo? ¿Como, por lo demás, no son santas, aunque no se reconozcan, todas las personas que, después de la muerte, son acogidas en el Cielo?
 
Resumen de la respuesta del padre Valerio Mauro, profesor de Teología Sacramental, realizado por Aleteia:
 
Los santos no “están más en el cielo” que los beatos ni tienen una categoría mayor, sino que la distinción tiene que ver con la difusión de su culto dentro de la Iglesia. Para comprenderlo, sería oportuna una mirada a la historia del proceso de la canonización a lo largo de los siglos.
 
Los primeros indicios de una oración pública dirigida a los santos son a los mártires, ligados a una comunidad particular. Pensemos en las santas tradicionales como Lucía, Ágata, Cecilia, o bien a los apóstoles, cuyo martirio en una ciudad ha dado lugar a un culto preciso. De manera singular, la muerte de los santos Pedro y Pablo en Roma decidió el papel eclesial único del obispo de esa ciudad. Paralelamente, el culto hacia la Virgen María se liga a manifestaciones particulares en ese o aquel lugar.
 
En síntesis, el culto hacia los santos nace ligado a un lugar y a una comunidad local. Sólo con el tiempo se extiende a otras comunidades. Los primeros santos no mártires de los que se conoce un culto son Antonio, padre del monaquismo, y Martín de Tours, el primer santo no mártir del que tenemos un oficio litúrgico.
 
El culto público hacia un santo o una santa era confiada a la aclamación popular, o bien a una decisión episcopal: el momento decisivo era el traslado del cuerpo a un altar, que se convertía en el centro del culto dirigido a él.
 
En la Edad Media, la Iglesia empieza a regular de modo formal y universal e reconocimiento de un culto litúrgico hacia los santos. Estamos en un periodo de creciente autoridad del papa en la Iglesia, y asistimos a varias intervenciones de los pontífices. En el siglo XIII, Gregorio IX reserva las canonizaciones al papa, instituyendo el proceso para el reconocimiento de la santidad de un cristiano (Francisco de Asís fue el primer caso en el que se llevó a cabo una investigación sobre su vida y milagros).
 
En 1588, Sixto V funda la Sagrada Congregación de los ritos, encargándole que examinara varios casos. Con Urbano VIII y Benedetto XIV se elaboraron normas aún más precisas, definiendo la distinción entre beatos y santos: el beato goza solamente de un culto público local, el santo en cambio es propuesto al culto de la Iglesia universal.
 
La distinción formal entre beato y santo, por tanto, no tiene que ver con su presencia en el cielo, sino con la difusión de su culto.
 
Según la teología católica, que se desarrolló en la Edad Media, en la declaración de santidad o “canonización”, el papa compromete su ministerio petrino y se pronuncia de manera segura para nuestra fe, proponiendo a la Iglesia universal un culto público y legítimo hacia ese santo o santa.
 
En 1983, el papa Juan Pablo II aprobó nuevas normas, reorganizando el proceso a través del cual un cristiano puede ser reconocido digno de un culto público y por tanto canonizado (Constitución apostólica Divinus perfectionis magister).
 
Ahora, cuando nace una devoción popular hacia una persona, muerta en olor de santidad, se abre un proceso diocesano, a través del cual se examinan su vida, la heroicidad de sus virtudes, sus escritos y la devoción popular hacia él. Una comisión aparte se encarga de validar el milagro pedido para la beatificación. Se necesita un segundo milagro para la canonización.
 
En resumen: la distinción entre beato y santo está ligada históricamente a la difusión de su culto. En nuestros tiempos los límites se han desdibujado, también gracias a las enormes posibilidades de comunicación. Por ejemplo, el padre Pío de Pietrelcina había suscitado a su alrededor una devoción universal ya antes de ser reconocido beato.

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