Ser cristiano es “ser discípulo” de Cristo
En la encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI, dice que
"no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran
idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona,
que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva" (n. 1). Se podría decir que este es justamente el punto de
partida para llegar a ser discípulo de Jesucristo. Así fue como ocurrió
con los primeros discípulos y así ha quedado plasmado en el
Evangelio como “el icono” del discipulado. Ante el aviso de Juan
Bautista, señalando a Jesús, “he ahí el Cordero de Dios”, Juan y
Andrés van detrás de Jesús, “Jesús se volvió, y al ver que le seguían
les dice: ¿Qué buscáis? Ellos le respondieron: Rabbí -que quiere
decir, Maestro- ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis.
Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era
más o menos la hora décima” (Jn. 1,38-39).
“Venid y lo veréis. Fueron y se quedaron con Él aquel día”, dice el
relato. Sabemos por el Evangelio, que aquel encuentro fue sólo un
comienzo que les llevó a “quedarse con Él para siempre”. Encontrar
a Jesús e ir con Él, conocer a Jesús y quedarse con Él, permanecer
unido a Él... son expresiones que ayudan a comprender el sentido
cristiano de “discípulo”. Veamos brevemente el significado e
implicaciones de esta palabra.
DISCÍPULO: En lengua castellana la palabra discípulo viene del
latín “discipulus”, derivado del verbo discere = aprender. En este
sentido, discípulo es quien está en disposición de dejarse enseñar y
aprende de un maestro. Sin embargo, aunque tenga alguna semejanza,
en la Biblia, un discípulo no es equiparable a lo que hoy conocemos
como un “alumno” que aprende de un “profesor”.
En la traducción de la Biblia al castellano, “discípulo”, se emplea para
traducir la palabra griega mathetés que, aunque incluye la idea de
aprender, es una expresión que, ante todo, se cualifica por el verbo
“seguir” = hacer camino con alguien. Por tanto la palabra “mathetés”
(= discípulo), que aparece doscientas sesenta y dos veces en los
escritos del NT. es, en primer lugar, un modo de vivir que se aprende
siguiendo al maestro. Según esto, lo que caracteriza al discípulo es el
seguimiento.
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¿Discípulos de quién? En los tiempos de Jesús, según la práctica
común, el discípulo era quien elegía la escuela y el maestro que más
les convenciera y conviniera. En este sentido el discipulado era una
etapa temporal de la vida. Era como quien va a una escuela para
adquirir unos conocimientos, que luego sirven para la vida personal y
profesional y que, una vez adquiridos, ya deja de ser discípulo
quedando desconectado del maestro; el discípulo se convierte en
maestro y se dedica a enseñar a otros.
En los evangelios, en cambio, nos encontramos con que es Jesús
mismo quien elige y llama personalmente a sus discípulos. Jesús ve
las personas, habla con ellas, las conoce y llama a cada uno por su
nombre: ¡Sígueme! Por eso puede decir a sus discípulos: “no me
habéis elegido vosotros a mí, sino que soy yo quien os he elegido a
vosotros” (Jn. 15,16). Esto significa que el seguimiento de Jesús no es
una opción personal del discípulo, sino que es Jesús quien toma la
iniciativa y opta por cada uno.
Para los que conocieron históricamente a Jesús, responder
positivamente a su llamada y seguirle les cambiaba la vida porque
implicaba ir físicamente detrás de Jesús con el objeto de estar con Él y
aprender de Él. Aprender no sólo sus palabras sino, también, su forma
de vivir la relación con Dios, con las demás personas y con las cosas.
En el Evangelio, los discípulos son aquellos que se sintieron atraídos
por Jesús, lo siguieron y acogieron su enseñanza y se esforzaron por
conformar a Él su propia vida.
El mismo Jesús, en distintos momentos, les va explicando lo que es
necesario hacer para ser sus discípulos: “Decía Jesús a los judíos que
habían creído en él: Si os mantenéis en mi Palabra, seréis
verdaderamente mis discípulos” (Juan. 8,31). En otra ocasión dijo:
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros.
Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a
los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os
tenéis amor los unos a los otros” (Jn. 13,34-35). Y también,
“Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame” (Mc. 8,34).
Esto, como sabemos, no fue fácil. Si bien inicialmente se
entusiasmaron con Jesús y le siguieron, a medida que fueron viendo
que este seguimiento implicaba la negación de sí mismo, la aceptación
2
de la cruz y el cambio radical de la propia vida, “muchos de sus
discípulos se retiraron y ya no iban con Él” (Jn. 6,66).
Quienes seguían a Jesús no se ligaban a una doctrina o una filosofía,
sino a la persona misma de Jesús. Ser un verdadero discípulo de Jesús
es un estado de vida permanente. Es un discipulado que se sostiene, por
un lado y sobre todo, en la llamada de Jesús que es inmutable e
irreversible y, por otro, en la respuesta del discípulo que se adhiere a
Cristo de todo corazón y le sigue. Este discipulado se manifiesta en
estar con Él, compartiendo su estilo de vida e incluso estando dispuesto
a compartir su destino. Ser discípulo de Jesús es quedar de por vida
vinculado a Él o, como se dice ahora, “estar colgado por Jesús”.
“En el itinerario del discipulado, todo se inicia con la llamada del
Señor. La iniciativa es siempre suya. Esto indica que la llamada es una
gracia, que debe ser libre y humildemente acogida y custodiada, con la
ayuda del Espíritu Santo. Dios nos ha amado el primero. A la llamada
sigue el encuentro con Jesús para escuchar su palabra y realizar la
experiencia de su amor por cada uno y por toda la humanidad. Él nos
llama y nos revela al verdadero Dios, Uno y Trino, que es amor. En el
Evangelio se muestra cómo en este encuentro el Espíritu de Jesús
transforma a quien tiene el corazón abierto”1.
¿Se puede ser, “hoy”, discípulo de Jesucristo?
Leyendo los evangelios se descubre que el conjunto de los discípulos
de Jesús, aquellos que estaban “colgados por Él” y le seguían, era un
grupo bastante amplio y variado, que comprendía también algunas
mujeres. La forma de seguimiento que les proponía Jesús, más que
seguir una doctrina, era seguirlo a Él, viviendo como Él vivió y
haciendo lo que Él hizo.
Tal vez se podría pensar que sólo se pueden considerar discípulos de
Jesús aquellos que, durante su vida en la tierra hace casi dos mil
años, le conocieron y le siguieron. Los cristianos que vinieron
después, que no le conocieron ni le trataron físicamente, serían algo
así como admiradores de su vida y partidarios de su doctrina, pero no
discípulos en el sentido que hemos dicho. Lógicamente las cosas
serían así, si Jesucristo fuera alguien del pasado sin vida personal
1
Congregación del Clero, “Identidad misionera del presbítero”, n. 3,1.
3
actual. Pero, no. Cristo vive para siempre, es contemporáneo de cada
persona y, en consecuencia, se le puede encontrar, conocer y tratar
personalmente.
Cuando Jesús mandó a sus discípulos “id y haced discípulos de
todos los pueblos” (Mt. 28,19), claramente hablaba de hacer
“discípulos” –no simplemente partidarios o admiradores- a personas
que ya no le podían conocer físicamente. Los apóstoles cumplieron
el encargo y muchas personas, ya desde el día de Pentecostés,
después de la predicación de Pedro, se bautizaron y se hicieron
seguidores, no de los apóstoles sino de Jesús, a quien ellos
anunciaban. El mismo Pedro dirá con emoción a los destinatarios de
su primera carta: “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo
veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y
transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia
salvación” (1Pe. 1,9).
Creer, amar y seguir a Jesús, eso es ser su discípulo. Esto es posible,
aunque no se le haya visto con los ojos de la cara, porque Jesús
cumple su promesa: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo” (Mt. 28,20). Jesucristo en persona se hace presente en los
mensajeros: “Quien acoja al que yo envío, me acoge a mí” (Jn.
13,20). Por eso, San Pablo puede decir con verdad: “No vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20).
Así se entiende que anunciar a Jesucristo y su Evangelio no es pasar
una información a otra persona, sino la presentación que “un discípulo
de Jesús” hace de su Maestro y Señor. Será el propio Jesús quien
hable personalmente al corazón del destinatario y le llame a ser su
discípulo. En este sentido, el misionero es la mediación o el
instrumento de quien se vale el Señor para que se produzca ese
encuentro. Después de la Pascua del Señor, los discípulos de Jesús se
hacen por el poder del Espíritu Santo y mediante la acción de quienes
realizan el encargo de Jesús: “Id y haced discípulos de todos los
pueblos, bautizándolos y enseñándoles a guardar todo lo que yo os me
mandado” (Mt. 28,19).
Como se observa en los Hechos de los Apóstoles, ya en las primeras
comunidades cristianas se consideraba discípulo de Jesús a cualquier
bautizado que adoptara una actitud conforme a las enseñanzas de
Cristo y así lo ha sido hasta hoy en que, “los cristianos de todo el
mundo, están llamados ante todo a ser cada vez más ‘discípulos de
4
Jesucristo’, algo que, en el fondo, ya somos en virtud del bautismo, lo
cual no quita que debamos llegar a serlo siempre de forma nueva
mediante la asimilación viva del don de ese sacramento”2.
¿Cómo ser discípulo de Jesucristo, aquí y ahora?
Como ya hemos dicho, una de las cosas que se propone nuestro
cuatrienal Plan Pastoral es animar y ayudar a los cristianos a “Ser
discípulos”. ¿Cómo hacerlo? Lo primero y más importante, como
vemos en los evangelios, es “encontrarse con Jesús”.
En las líneas de acción que se proponen en el Plan Pastoral aparecen
los aspectos fundamentales que, en el momento histórico que nos ha
tocado vivir, es necesario cultivar para encontrarse con Jesús y llegar a
ser verdaderos discípulos suyos. El Plan nos convoca a promover la
escucha de la Palabra, la comunión con Cristo en la Eucaristía y la
comunión con Cristo en la Iglesia, la oración, el amor al prójimo...
Son los medios de siempre, aquellos que el Señor ha dejado a su
Iglesia para que los hombres y mujeres de cualquier tiempo y lugar
puedan encontrarse con Él, conocerlo, amarlo, seguirlo como
discípulos y anunciarlo a los demás.
Con este planteamiento, no hacemos sino secundar la enseñanza del
Papa Benedicto XVI:
¿Qué significa ser discípulos de Cristo? En primer lugar,
significa llegar a conocerlo. ¿Cómo se realiza esto? Es una
invitación a escucharlo tal como nos habla en el texto de la
Sagrada Escritura, como se dirige a nosotros y sale a nuestro
encuentro en la oración común de la Iglesia, en los sacramentos
y en el testimonio de los santos... Nunca se puede conocer a
Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber
todo sobre las Sagradas Escrituras, sin haberse encontrado
jamás con él. Para conocerlo es necesario caminar juntamente
con él, tener sus mismos sentimientos, como dice la carta a los
Filipenses (cf. Flp. 2,5). El encuentro con Jesucristo requiere
escucha, requiere la respuesta en la oración y en la práctica de
lo que él nos dice”3.
2
3
Benedicto XVI, a la Curia Romana, el 21 de diciembre de 2007.
Benedicto XVI, a la Curia Romana, el 21 de diciembre de 2007.
5
En el mismo sentido se expresaba el Beato Juan Pablo II. Al
plantear la Nueva Evangelización, que tanto le preocupaba, siempre
insistía mucho en la necesidad del encuentro con Jesús para todos
los cristianos, como condición para ser sus discípulos y anunciarlo a
la humanidad actual. En la Exhortación post-sinodal Ecclesia in
America, indicaba algunos lugares privilegiados en los que es
posible encontrar a Jesús hoy: en la Sagrada Escritura leída y
profundizada a través de la meditación y la oración; en la Liturgia y
los Sacramentos, de forma muy especial la Eucaristía; en los pobres,
con los que se identifica Jesús; en la oración personal y comunitaria
(cf. n. 12).
Del buen discípulo nace el misionero
“Ser discípulos”. Este es el planteamiento básico y el primer objetivo
de la Nueva Evangelización, el más urgente y prioritario, el que hará
posible que haya buenos misioneros para el anuncio del Evangelio en
el mundo de hoy. “Cada cristiano ha de ser llevado ante Jesucristo
para tener, renovar y profundizar constantemente un encuentro
intenso, personal y comunitario, con el Señor. De este encuentro nace
y renace el discípulo. Y del discípulo nace el misionero” 4.
Del discípulo nace el misionero. Quien no es “discípulo” no puede ser
“misionero”. En los evangelios vemos como, a la hora de elegir a los
apóstoles, Jesús los escoge de “entre sus discípulos”: “Por aquellos
días Jesús fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración de
Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió de entre
ellos a doce, a los que llamó también apóstoles” (Lc 6,12-13).
Por desgracia, muchas veces se comete el error de querer “ser
misionero sin ser al mismo tiempo discípulo”. Aquí podemos
encontrar una de las razones del “momento de crisis de la vida
cristiana, que se está verificando en muchos países, sobre todo de
antigua tradición cristiana” 5.
Hoy en día existen en la Iglesia muchos que “hacen de misioneros”
pero que realmente no lo son, porque dejan mucho que desear en su
condición de discípulos de Jesús. Trabajan en las cosas del Señor,
4
5
Congregación del Clero, “Identidad misionera del presbítero”, n. 3,1.
Benedicto XVI, Discurso al Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, 30-5-2011.
6
pero sin el Señor. Como se nos pide en los “Lineamenta” para el
Sínodo sobre la Nueva Evangelización: “debemos interrogarnos hoy
sobre la calidad de nuestra fe, sobre nuestro modo de sentirnos y ser
cristianos, discípulos de Jesucristo invitados a anunciarlo al mundo, a
ser testigos que, imbuidos del Espíritu Santo, están llamados a
convertir a los hombres de todas las naciones en discípulos” (n. 2).
Cuánto daño hacemos a la causa de la evangelización, y a las personas
concretas que estamos llamados a servir, cuando desarrollamos las
funciones pastorales “sin corazón”, es decir, sin sentir como propio lo
que transmitimos, desconectados del Señor, sin apenas experiencia y
testimonio de discípulos. Pablo VI, con la agudeza que le
caracterizaba, afrontaba así esta cuestión: “Tácitamente o a grandes
gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis
verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis
verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de
vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una
eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir
que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que
proclamamos” (EN 76).
La situación actual de los cristianos en general, y de los agentes de
pastoral en particular, exige un proceso de reflexión y discernimiento
sobre el nivel de coherencia fe-vida en nuestro seguimiento de Cristo6,
pues, “la santidad de vida es un presupuesto fundamental y una
condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia”
(ChFL. 17).
Cuando Jesús eligió a los apóstoles, lo hizo “para que estuvieran con
Él, y para enviarlos a Predicar” (Mc. 3,14). Los eligió “para estar con
Él”. No se puede salir a predicar sin “estar con Jesús” y permanecer en
Él, es decir, sin “ser uno con Él”. Sólo así se puede tener “espíritu
misionero” y afán por llevar el Evangelio a los demás, sólo así
fructificará el trabajo apostólico. Jesús mismo dejó dicho: “El que
permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de
mí no podéis hacer nada” (Jn 15,6). En realidad, y los hechos lo
demuestran, únicamente quien está lleno de Dios comunica su
presencia transformadora y lleva a los demás a encontrarse con Él:
“Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos...” (1Jn. 1,3).
6
Cf. Lineamenta del Sínodo sobre la Nueva Evangelización, 5.
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